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P. Jorge Loring, S. I. Para salvarte IntraText CT - Texto |
69.- EL SÉPTIMO MANDAMIENTO DE LA LEY DE DIOS ES: NO ROBARÁS.
69,1. Este mandamiento prohíbe quitar, retener, estropear o destrozar lo
ajeno contra la voluntad razonable de su dueño.
Por ejemplo: le quito a un compañero su reloj de pulsera y lo vendo a otro; o
no quiero devolverlo a quien me lo ha prestado; o en un momento de enfado le
doy al reloj un fuerte martillazo para vengarme de mi amigo: todo esto está
incluido en la prohibición del séptimo mandamiento.
Contraer deudas sabiendo que no se podrán pagar en el plazo adecuado, es un
pecado muy frecuente en nuestros tiempos, en que tanta gente vive por encima de
sus posibilidades.
Este mandamiento prohíbe también el fraude: robar con apariencias legales, con
astucia, falsificaciones, mentiras, hipocresías, pesos falsos, ficciones de
marcas y procedencias, etcétera.
Algunos modos modernos de robar son la emisión de cheques sin fondo, o la firma
de letras de cambio que no podrán nunca ser pagadas.
Tan ladrón es el atracador con metralleta, como el que roba con guante blanco
aprovechándose de la necesidad para sacar el dinero abusivamente. Pueden ser pecado grave los precios
injustos que se ponen al abrigo de ciertas circunstancias.
Ladrones con guante blanco son también aquellos que exigen dinero por un
servicio al que por su cargo estaban obligados. Es distinto recibir un regalo
hecho libremente por quien está agradecido a tu servicio.
Roban igualmente los que cobran sueldo por un puesto, cargo, destino, servicio,
etc., y no lo desempeñan o lo desempeñan mal.
Puede haber robos que la justicia humana no pueda castigar, pero que no dejará
Dios sin castigo.
Por ejemplo, el que se niega a pagar una deuda cierta porque al acreedor se le
ha extraviado el documento y no tiene testigos.
Otras clases de robo son la usura,
las trampas jugando dinero y en las compraventas, etc. Para la justicia en las
compraventas hay que tener en cuenta que ninguno de los contratantes quiere
hacer un regalo al otro; sino que ambos aspiran a un servicio recíproco,
cambiando objetos de igual valor, pero de distinta utilidad para cada uno. En
todo intercambio de bienes, cada una de las partes ha de recibir la justa y
correspondiente contrapartida.
Cuando el robo ha sido con violencia personal, el pecado es más grave, y por lo
tanto debe manifestarse esta circunstancia en la confesión.
Lo mismo cuando se trata de un robo sacrílego: por ejemplo, robar un cáliz
consagrado.
También se falta a la justicia, y a veces gravemente, cuando por negligencia se
retrasan los salarios o pagos, pudiendo hacerlos a tiempo. Mientras se pueda,
convendría pagar al contado, sobre todo a los que lo necesitan.
69,2. Las cosas perdidas tienen dueño, por lo tanto, no pueden guardase sin
más. Hay que procurar averiguar quién es el dueño y devolverlas, pudiendo
deducir los gastos que se hayan hecho (anuncios, etc.), para encontrar al
dueño. Y tanta más diligencia habrá que poner en buscar al dueño, cuanto mayor
sea el valor de la cosa. Solamente puedo quedarme con lo encontrado, cuando,
después de una diligencia proporcionada al valor de la cosa, no he podido saber
quién es su dueño.
Cuidar bien las cosas que usamos
(autobuses, ferrocarriles, jardines, etc.) es señal de buena educación y
cultura. Maltratarlas es propio de gamberros. Y además queda la obligación de
reparar!
69,3. Lo robado hay que devolverlo. No se puede ni vender ni comprar.
Quien adquiere objetos que sabe son
robados se hace cómplice del robo y está obligado a la restitución. Quien
compra a un ladrón, carga con la obligación de devolver lo robado a su
verdadero dueño o dar a los pobres el dinero de su valor.
Quien peca contra este mandamiento debe tener propósito de devolver lo robado y
reparar los daños ocasionados, para que se le pueda perdonar el pecado. La
restitución no es siempre fácil. El confesor puede orientar sobre el modo más a
propósito para hacerla.
Sobre la restitución conviene tener presente:
1) Debe restituirse a las personas que han sido injustamente perjudicadas. Si
éstas han muerto, a sus herederos. Y si no hay herederos, a los pobres o a
obras piadosas. Pero nadie puede beneficiarse de lo que robó.
2) Si uno no puede restituir todo lo que debe, tiene que restituir, al menos,
lo que pueda; y procurar llegar cuanto antes a la restitución total.
3) El que no puede restituir enseguida, debe tener el propósito firme de
restituir cuando le sea posible.
4) El que no pueda hacer la restitución personalmente, o prefiere hacerla por
medio de otro, puede consultar con el confesor.
5) El que pudiendo no restituye, o no repara los daños causados injustamente al
prójimo, no obtiene el perdón de Dios: no puede ser absuelto.
No obliga la restitución si por hacerla perdemos la fama o el nivel social
justamente adquirido.
Si no puedes restituir de momento, debes evitar gastos inútiles y superfluos
para poder restituir todo cuanto antes. Quien se halle en absoluta imposibilidad de restituir, que procure hacer el
bien al damnificado y orar por él.
Hay personas que roban cosas pequeñas por un impulso interior. Se trata de una
enfermedad que recibe el nombre de cleptomanía. Conviene curarla pues
puede poner, al que la padece, en situaciones vergonzosas. Pero hay otras
personas que roban en Hoteles y Comercios por puro deporte, por la vanidad de
presumir de ingeniosos. Esto es inmoral, vergonzoso y rebaja al que lo realiza.
Y además queda la obligación de restituir al perjudicado; y si esto no es
posible dando de limosna el importe de lo robado.
69,4. También peca contra este mandamiento el que en alguna manera coopera
al robo, ya sea mandando, aconsejando, alabando, ayudando, encubriendo o
consintiendo, pudiendo y debiendo impedirlo.
Por ejemplo: Un día a las 5:10 de la tarde, aprovechando la poca concurrencia
en la calle, un taxi se detiene delante de una joyería.
Descienden del automóvil tres
individuos enmascarados, pistola en mano. Entran en el establecimiento y se
apoderan de joyas por valor de muchos miles de pesetas.
Suben de nuevo al taxi y desaparecen veloces. En este ejemplo han pecado
gravemente:
1 . El jefe de la banda de atracadores, que no iba en el taxi, pero fue quien
los mandó.
2 . Otro atracador, que tampoco estuvo en el robo, pero animó a los
otros, algo indecisos, a hacerlo.
3 . El taxista, que libre y voluntariamente se ofreció a llevarlos con una
buena participación en el negocio.
4 . Desde luego los tres
atracadores.
5 . El pariente de uno de los atracadores que ocultó el maletín de joyas en su
casa, sabiéndolo todo de antemano.
6 . Incluso el transeúnte que les vio entrar armados en la joyería y,
pudiendo fácilmente telefonear a la policía, prefirió sentarse en un banco un
poco alejado, para ver cómo terminaba aquel curioso espectáculo.
Como el robo fue grave, todos éstos pecaron gravemente. Si el robo hubiera sido
leve, también hubieran pecado todos ellos; pero su pecado hubiera sido venial.
La colaboración al pecado tiene diversos aspectos:
Se llama cooperación formal cuando se desea el hecho pecaminoso. Esto siempre
es pecado.
Se llama cooperación material cuando no se desea el hecho pecaminoso, aunque se
coopere a él.
Esta cooperación material puede ser inmediata o mediata. Inmediata será si esta
cooperación es necesaria para el hecho pecaminoso. Esta cooperación también es
pecado. Será mediata, si esa cooperación no es necesaria para el hecho
pecaminoso. La cooperación mediata puede ser lícita con tal de que:
a) La acción del cooperante sea, en sí misma, buena o indiferente.
b) La intención del cooperante no apruebe el pecado al que coopera.
c) Haya un motivo para cooperar, pues lo que se desea es un efecto bueno.
d) El efecto bueno no sea consecuencia del efecto malo.
69,5. El séptimo mandamiento defiende el derecho de propiedad. Prohíbe
robar, porque no es justo quitarle a otro lo que le pertenece lícitamente.
Si el hombre tiene el deber de conservar su vida, ha de tener derecho a
procurarse los medios necesarios para ello. Estos medios se los procura con su
trabajo. Luego el hombre tiene derecho a reservar para sí y para los suyos lo
que ha ganado con su trabajo. Este derecho del hombre exige en los demás el
deber de respetar lo que a él le pertenece: esto se llama derecho de propiedad.
El derecho de propiedad, en sentido cristiano, no es la facultad de disponer de
las riquezas según el libre antojo o capricho, atendiendo únicamente al propio
placer o utilidad. Este concepto, que es el de la escuela liberal, está altamente
reprobado por la moral católica; que si bien reconoce por uno de sus principios
fundamentales el respeto a la propiedad legítima, también cuenta entre sus
terminantes enseñanzas la ley de la justicia social y la de que el rico debe
ser, sobre la Tierra, la providencia del pobre. Es cierto que la justa posesión
de los bienes lleva consigo la obligación del uso justo de los mismos; pero
aunque el abuso en el uso sea pecado, no anula la realidad del derecho. Y si
los propietarios, faltando a su obligación, no hacen buen uso de su propiedad,
corresponde al Estado -guardián del bien común - poner sanciones convenientes
que pueden llegar, si las circunstancias lo requieren, a la expropiación y a la
confiscación. Ya se entiende que esta intervención del Estado no debe ser
arbitraria, sino que siempre debe estar subordinada al bien común de la nación.
La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del
bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad.
La propiedad privada vincula a determinados individuos los bienes de este
mundo. Estos bienes tienen de por sí un fin esencial puesto por Dios, que no
puede frustrarse; por tanto, siempre la propiedad privada debe atender a este
fin. De lo contrario es desordenada. Este fin consiste en que los bienes de la Tierra fueron creados para que
todos y cada uno de los hombres pudiesen satisfacer sus necesidades. Bien lo
expresó Pío XII : «Dios, Supremo Proveedor de las cosas, no quiere que unos
abunden en demasiadas riquezas mientras que otros vienen a dar en extrema
necesidad, de manera que carezcan de lo necesario para los usos de la vida». Quien
no quiere distribuir la riqueza es como el que no quiere que otros entren en el
teatro para disfrutar él solo de lo que se ha hecho también para los demás. La
comparación es de San Basilio.
Los animales están al servicio del hombre. Por eso es indigno invertir en ellos sumas que deberían remediar, más bien,
las miserias de los hombres.
El buen uso del dinero en ricos y pobres es el punto central de la
cuestión social. Pero de esto ya te he hablado en el cuarto mandamiento.
69,6. Digamos aquí algo del deber de dar limosna. «El que tuviere bienes de este mundo y viendo a su
hermano pasar necesidad le cierra las entrañas, cómo mora en él la caridad de Dios?».
No confundamos los deberes de caridad con los deberes de justicia.
Sería una equivocación querer suplir con obras de caridad los deberes de
justicia. Pero siempre habrá lugar para la caridad, porque siempre habrá
desgracias en este mundo. Y desde
luego, mejor que dar pan hoy, es dar la posibilidad de que no tengan que
pedirlo mañana: puestos de trabajo, escuelas, etc.
Siempre será verdad aquello de que: «la limosna beneficia más al que la
da que al que la recibe».
A la caridad están obligados todos
los hombres. Los que
tienen mucho, mucho. Los que tienen poco, poco. Cada cual, según sus
posibilidades, debe cooperar a remediar las necesidades de los que tienen
menos. Dice el Concilio Vaticano II que la limosna debe darse no sólo de los bienes
superfluos, sino también de los necesarios. Dice el Nuevo Código de Derecho
Canónico:«Todos tienen el deber de promover la justicia social, así como ayudar
a los pobres con sus propios bienes».
Quizás la limosna callejera se preste a abusos y engaños; aunque muchas veces
se presentan necesidades reales que no deberíamos desoír.
Pero hoy día hay una caridad organizada que permite encauzar las limosnas hacia
necesidades reales y urgentes.
Dice el Concilio Vaticano II: «Para que este ejercicio de la caridad sea
verdaderamente extraordinario y aparezca como tal, es necesario que se vea en
el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido creado, y a Cristo Jesús a
quien en realidad se ofrece lo que se da al necesitado; se considere con la máxima
delicadeza la libertad y dignidad de la persona que recibe el auxilio; que no
se manche la pureza de intención con ningún interés de la propia utilidad o por
el deseo de dominar; se satisfaga ante todo a las exigencias de la justicia, y
no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por título de justicia;
se quiten las causas de los males, no sólo los efectos; y se ordene el auxilio
de forma que quienes lo reciben se vayan liberando poco a poco de la
dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos».
Afortunadamente el deber de dar limosna va entrando poco a poco en la
conciencia de los católicos.
Aunque algunos todavía no acaban de
comprender que ellos son meros administradores de los bienes que Dios ha puesto
en sus manos. Y que Dios, que