I. La vida del hombre: conocer y amar a Dios
1
Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de
pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida
bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre.
Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas.
Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia,
la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al
llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser,
en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su
vida bienaventurada.
2
Para que esta llamada resuene en toda la tierra, Cristo envió a los apóstoles
que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el evangelio: "Id, pues,
y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo" (Mt 28,19-20). Fortalecidos con esta misión, los apóstoles
"salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y
confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban" (Mc 16,20).
3
Quienes con la ayuda de Dios han acogido el llamamiento de Cristo y han
respondido libremente a ella, se sienten por su parte urgidos por el amor de
Cristo a anunciar por todas partes en el mundo la Buena Nueva. Este tesoro
recibido de los apóstoles ha sido guardado fielmente por sus sucesores. Todos los
fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación,
anunciando la fe, viviéndola en la comunión fraterna y celebrándola en la
liturgia y en la oración (cf. Hch 2,42).
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