II El poder de las llaves
981 Cristo, después de su Resurrección envió
a sus apóstoles a predicar "en su nombre la conversión para perdón de los
pecados a todas las naciones" (Lc 24, 47). Este "ministerio de la
reconciliación" (2 Co 5, 18), no lo cumplieron los apóstoles y sus
sucesores anunciando solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para
nosotros por Cristo y llamándoles a la conversión y a la fe, sino
comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y
reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves
recibido de Cristo:
La Iglesia ha recibido las llaves
del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los
pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta
Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de
vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado (San Agustín, serm. 214, 11).
982 No hay
ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. "No hay
nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón
siempre que su arrepentimiento sea sincero" (Catech. R. 1, 11, 5). Cristo,
que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre
abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado (cf. Mt 18,
21-22).
983 La
catequesis se esforzará por avivar y nutrir en los fieles la fe en la grandeza
incomparable del don que Cristo resucitado ha hecho a su Iglesia: la misión y
el poder de perdonar verdaderamente los pecados, por medio del ministerio de
los apóstoles y de sus sucesores:
El Señor quiere que sus discípulos tengan un poder inmenso: quiere que sus
pobres servidores cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en
la tierra (San Ambrosio, poenit. 1, 34).
Los sacerdotes han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles,
ni a los arcángeles... Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes
hagan aquí abajo (San Juan Crisóstomo, sac. 3, 5).
Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna
esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna.
Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don (San Agustín, serm.
213, 8).
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