IV El infierno
1033 Salvo
que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no
podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o
contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que
aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida
eterna permanente en él" (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si no omitimos
socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus
hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar
arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer
separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado
de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados
es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034 Jesús
habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se
apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta
el fin de su vida rehusan creer y convertirse , y donde se puede perder a la
vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que
"enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad...,
y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la
condenación:" ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).
1035 La
enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las
almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos
inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno,
"el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575;
SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de
Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las
que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las
afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del
infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre
debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al
mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por
la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a
la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta
y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la
encuentran" (Mt 7, 13-14):
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del
Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es
nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados
entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego
eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes'
(LG 48).
1037 Dios
no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda
es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en
él hasta el final. En la liturgia
eucarística y en las plegari as diarias de los fieles, la Iglesia implora la
misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos
lleguen a la conversión" (2 P 3, 9):
Acepta, Señor, en tu bondad, esta
ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros
días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR
Canon Romano 88)
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