III. La bienaventuranza cristiana
1720 El
Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la
bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf
Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos
verán a Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del
Señor (cf Mt 25, 21. 23); la entrada
en el Descanso de Dios (Hb 4, 7-11):
Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos.
He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar
al Reino que no tendrá fin? (S. Agustín, civ. 22, 30).
1721 Porque
Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al
cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1,
4) y de la Vida eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de
Cristo (cf Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.
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Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas.
Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como
también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el
gozo divino.
“Bienaventurados los limpios de
corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su
inexpresable gloria, ‘nadie verá a Dios y seguirá viviendo’, porque el Padre es
inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan
hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios... ‘porque lo que
es imposible para los hombres es posible para Dios’. (S. Ireneo, haer.
4, 20, 5).
1723 La
bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de
sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos
enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en
la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como
las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en
Dios, fuente de todo bien y de todo amor:
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje ‘instintivo’ la
multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y,
según la fortuna también, miden la honorabilidad... Todo esto se debe a la
convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de
los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho
de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama
de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien
soberano, un objeto de verdadera veneración. (Newman, mix. 5, sobre la
santidad).
1724 El
Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los
caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso
mediante los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo.
Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para
la gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).
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