IV ‘No te harás escultura alguna...’
2129 El mandamiento
divino implicaba la prohibición de toda representación de Dios por mano del
hombre. El Deuteronomio lo explica así: ‘Puesto que no visteis figura alguna el
día en que el Señor os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a
prevaricar y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea...’
(Dt 4, 15-16). Quien se revela a Israel es el Dios absolutamente Trascendente.
‘El lo es todo’, pero al mismo tiempo ‘está por encima de todas sus obras’ (Si
43, 27- 28). Es la fuente de toda belleza creada (cf. Sb 13, 3).
2130 Sin
embargo, ya en el Antiguo Testamento Dios ordenó o permitió la institución de
imágenes que conducirían simbólicamente a la salvación por el Verbo encarnado:
la serpiente de bronce (cf Nm 21, 4-9; Sb 16, 5-14; Jn 3, 14-15), el arca de la
Alianza y los querubines (cf Ex 25, 10-12;
1 R 6, 23-28; 7, 23-26).
2131
Fundándose en el misterio del Verbo encarnado, el séptimo Concilio Ecuménico
(celebrado en Nicea el año 787), justificó contra los iconoclastas el culto de
las sagradas imágenes: las de Cristo, pero también las de la Madre de Dios, de
los ángeles y de todos los santos. El Hijo de Dios, al encarnarse, inauguró una
nueva ‘economía’ de las imágenes.
2132 El culto
cristiano de las imágenes no es contrario al primer mandamiento que proscribe
los ídolos. En efecto, ‘el honor dado a una imagen se remonta al modelo
original’ (S. Basilio, spir. 18, 45), ‘el que venera una imagen, venera en ella
la persona que en ella está representada’ (Cc de Nicea II: DS 601); cf Cc de
Trento: DS 1821-1825; Cc Vaticano II: SC 126; LG 67). El honor tributado a las
imágenes sagradas es una ‘veneración respetuosa’, no una adoración, que sólo
corresponde a Dios:
El culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como
realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos
conducen a Dios encarnado. Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen
en cuanto tal, no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que
ella es imagen. (S. Tomás de
Aquino, s. th. 2-2, 81, 3, ad 3).
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