II ‘Dar testimonio de la verdad’
2471 Ante
Pilato, Cristo proclama que había ‘venido al mundo: para dar testimonio de la
verdad’ (Jn 18, 37). El cristiano no debe ‘avergonzarse de dar testimonio del
Señor’ (2 Tm 1, 8). En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el
cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus
jueces. Debe guardar una ‘conciencia limpia ante Dios y ante los hombres’ (Hch
24, 16).
2472 El deber de los cristianos de tomar parte
en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio
y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de
la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que
establece o da a conocer la verdad (cf Mt 18, 16):
Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a
manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre
nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que
les ha fortalecido con la confirmación (AG 11).
2473 El martirio
es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega
hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al
cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la
doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. ‘Dejadme ser pasto de las fieras. Por
ellas me será dado llegar a Dios’ (S. Ignacio de Antioquía, Rom 4, 1).
2474 Con el
más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron
hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad
escritos con letras de sangre:
No me servirá nada de los
atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir
(para unirme) a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es
a El a quien busco, a quien murió por nosotros. A El quiero, al que resucitó
por nosotros. Mi nacimiento se acerca... [S. Ignacio de Antioquía, Rom. 6,
1-2).
Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser
contado en el número de tus mártires... Has cumplido tu promesa, Dios de la fidelidad y de la verdad. Por
esta gracia y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y
celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo amado. Por El, que está contigo y con el Espíritu, te sea
dada gloria ahora y en los siglos venideros. Amén. (S. Policarpo, mart.
14, 2-3).
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