Artículo 9
EL NOVENO MANDAMIENTO
No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo,
ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu
prójimo (Ex 20, 17).
El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su
corazón (Mt 5, 28).
2514 San
Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de
la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1 Jn 2,
16). Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno mandamiento prohíbe
la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno.
2515 En
sentido etimológico, la ‘concupiscencia’ puede designar toda forma vehemente de
deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un
movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El
apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la ‘carne’ sostiene contra el
‘espíritu’ (cf Gal 5,
16.17.24; Ef 2, 3). Procede de la desobediencia del primer pecado (Gn 3,
11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí
misma, le inclina a cometer pecados (cf Cc Trento: DS 1515).
2516 En el hombre, porque es un ser compuesto
de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de
tendencias entre el ‘espíritu’ y la ‘carne’. Pero, en realidad, esta
lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, al
mismo tiempo, confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana
del combate espiritual:
Para el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el
alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal,
sino que trata de las obras -mejor dicho, de las disposiciones estables -,
virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión
(en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción
salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: ‘si vivimos
según el Espíritu, obremos también según el Espíritu’ (Ga 5, 25) (Juan Pablo
II, DeV 55).
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