IV La
penitencia interior
1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la
conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores
"el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la
conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de
penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión
interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles,
gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).
1431 La penitencia interior es una reorientación radical
de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón,
una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las
malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la
resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la
confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada
de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi
cruciatus" (aflicción del espíritu), "compunctio cordis"
(arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R.
2, 5, 4).
1432 El
corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un
corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La
conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él
nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lc
5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al
descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el
horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y
verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros
pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).
Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa
es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha
conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento (S. Clem. Rom.
Cor 7,4).
1433
Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente al
pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el
Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el
Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento
y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV 27-48).
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