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Concilio de Trento

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PROLOGO

Aunque los eclesiásticos y seglares sabios puedan disfrutar plenamente la doctrina del sagrado Concilio de Trento en el idioma latino en que se publicó, es tan importante y necesaria su lectura a todos los fieles en general, tan sencilla, y acomodada su explicación a la capacidad del pueblo, que no debe extrañarse se comunique en lengua castellana a los que no tienen inteligencia de la latina. El conocimiento de los dogmas, o verdades de fe, es necesario a todos los cristianos; y en ningún concilio general se ha decidido mayor número de verdades católicas sobre misterios de la primera importancia, cuales son los que pertenecen a la justificación, al pecado original, al libre albedrío, a la gracia, y a los Sacramentos en común y en particular. Como la divina misericordia conduce los fieles por medio de estos a la vida eterna, y sus verdades son prácticas; es necesario ponerlos con frecuencia en ejecución. De aquí es que no sólo es conveniente este conocimiento a los eclesiásticos que administran los Sacramentos, sino también a los fieles que los reciben. A los legos pertenece igualmente la instrucción en muchos puntos de disciplina que estableció este sagrado Concilio. Y esta es la razón porque él mismo mandó formar su Catecismo, y ordenó que algunos de sus decretos se leyesen repetidas veces al pueblo cristiano.

Ninguno de cuantos se glorían con este nombre tiene mayor derecho que los Españoles para aprovecharse de la doctrina, y saludables máximas de aquel congreso sacrosanto. Estas son las mismas verdades, cuya decisión promovieron y ampararon sus Monarcas; estos los puntos que ventilaron, probaron y defendieron sus Teólogos; y estos los dogmas y disciplina que decidieron y decretaron sus Prelados. Ningunos Obispos más celosos ni desinteresados que los Españoles en promover la gloria de Dios, la santidad de las costumbres, y la pureza de la religión, fueron los más prontos en asistir, aunque eran los más distantes; y a pesar de los grandes obstáculos que les opusieron, fueron los más firmes en continur esta obra grande, de que esperaban volviese al seno de la Iglesia la Alemania, confundida y despedazada con execrables errores.

Durará sin duda con la Iglesia la memoria de su celo; y resonarán con los nombres de Don Fray Bartolomé de los Mártires, de Don Pedro Guerrero, del Cardenal Pacheco, de Don Martín de Ayala, de Don Diego de Alava, y de otros muchos españoles, los tiernos y vehementes clamores con que pidieron la reforma de costumbres, anhelando por ver renacer aquellos primitivos y felices días en que florecieron a competencia el celo y desinterés de los eclesiásticos, y el candor, pureza y sumisión de los seglares. ¿Cuánto no ayudaron con sus luces los sabios españoles Domingo y Pedro de Soto, Carranza, Vega, Castro, Carvajal, Lainez, Salmerón, Villalpando, Covarrubias, Menchaca, Montano y Fuentidueñas? Los puntos más importantes se cometieron a su examen, y contribuyendo con su talento y sabiduría a la defensa de la fe católica, y al lustre inmortal de la nación española, correspondieron ampliamente al honor con que los distinguió el santo Concilio, y a la expectación de la Iglesia universal. ¿Qué dificultades no vencieron también los Reyes de España para lograr la convocación del santo Concilio, para principiarlo, proseguirlo, y restablecerlo después de haberse interrumpido en dos ocasiones? Al Emperador Carlos V, a su hermano Ferdinando y a Felipe II se debe la victoria de tantos obstáculos como fue necesario superar para llevar al cabo tan santa y necesaria obra. Los Españoles, pues, tienen justísimo derecho de disfrutar en su idioma la misma doctrina que promovieron sus Reyes, ventilaron sus Teólogos, y decidieron sus Obispos.

La traducción que se presenta es literal, aunque la diferencia de los dos idiomas, y del estilo propio del Concilio haya obligado a seguir muy diferente rumbo en la colocación de las palabras. No obstante, el original es la norma de nuestra fe y costumbres, y la única fuente adonde se debe recurrir cuando se trate de averiguar profundamente las verdades dogmáticas y de disciplina, sobre cuya inteligencia se pueda suscitar alguna duda. Con este objeto, y por dar una edición bien corregida, se ha impreso en el mismo tomo el texto latino, revisto con suma diligencia, y confrontado con la edición que pasa por original; es a saber, la de Roma hecha por Aldo Manucio en 1564, con la de Alcalá por Andrés Angulo en el mismo año, con la de Felipe Labé en 1667, y con la que publicó últimamente en Amberes en 1779 Judoco Le Plat, doctor de Lobayna. También se han tenido presentes las Sesiones que se estamparon en Medina del Campo en 1554, y en fin la edición de Madrid de 1775, que no corresponde por cierto al buen deseo de los que la publicaron; porque habiendo copiado a la de Roma de 1732, sacó los mismos yerros que esta, y en una y otra faltan palabras, y a veces líneas. Este esmero, siempre necesario para dar a luz una obra de tanta consecuencia, ha sido mayor después que el supremo Consejo de Castilla se sirvió ordenar que además del sabio teólogo que aprobó esta traducción, nombrase otro el M. R. Arzobispo de Toledo, con cuyo auxilio cotejase el traductor cuidadosamente esta vez con dicho original, para que no sólo en lo sustancial, sino aun en la más mínima expresión vayan en todo conformes, y se logre que salga esta obra al público perfecta en todas sus partes. ¡Ojalá que el cuidado puesto en la edición corresponda a las intenciones del supremo Consejo, y al celo con que el Excelentísimo señor Arzobispo de Toledo ha encomendado la exactitud en la corrección! Consta a lo menos, que el texto latino que publicamos, tiene menos defectos qu el de la edición de Roma estimada por original, y certificada como tal por el secretario y notarios del mismo santo Concilio.

Por lo demás, no parece se debe advertir a los lectores legos, sino que los decretos pertenecientes a la fe son siempre certísimos, siempre inalterables, siempre verdaderos, e incapaces de mudanza o variación alguna. Pero los decretos de disciplina, o gobierno exterior, en especial los reglamentos que miran a tribunales, procesos, apelaciones, y otras circunstancias de esta naturaleza, admiten variación, como el mismo santo Concilio da a entender. En consecuencia, no hay que extrañar que no se conforme la práctica en algunos puntos con las disposiciones del Concilio; porque además de intervenir autoridad legítima para hacer estas excepciones, la historia eclesiástica comprueba en todos los siglos que los usos loables, y admitidos en unos tiempos, se reprobaron y prohibieron en otros, y los que adoptaron unas provincias, no los recibieron otras.

Para que los lectores tengan presentes los puntos históricos principales, y los motivos que hubo para congregar el Concilio, para disolverlo en dos ocasiones, y para volverlo a continuar hasta finalizarlo, basta por ahora la lectura de las bulas de convocación de Paulo III, Julio III y Pío IX: pues consta en ellas así la urgente necesidad de convocar como los obstáculos humanamente insuperables que es necesario vencer para continuarlo, y conducirlo hasta su fin. Solo me ha parecido conveniente insertar la acta de la abertura, necesaria sin duda para conocer los Legados que presidían, proponían, y preguntaban, y el método y solemnidad con que se celebraban las Sesiones. El número y nombres de los Prelados, Embajadores y otros concurrentes, conta de los Apéndices, que se han descargado de muchas noticias pertenecientes a los Padres, y Doctores españoles, por no permitirlas la magnitud del volumen. Espero no obstante dar noticias más individuales e importantes de estos sabios y virtuosos héroes en la historia del Concilio de Trento, de que tengo trabajada mucha parte, íntimamente persuadido a que ningunos sucesos del siglo décimosexto pueden dar más alta y noble idea del celo, entereza y sabiduría de los Españoles.




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