Desengañados hace mucho tiempo los hombres ilustrados de los vanos sistemas
de una falsa filosofía, y aterrados al ver las sociedades alucinadas y
descarriadas fluctuando en el piélago de toda clase de doctrinas, cual navío
sin brújula y sin dirección, reconocieron la imperiosa necesidad de fundar el
edificio de sus creencias en bases sólidas e inmutables y por consiguiente
superiores a la razón humana. Esta necesidad suprema no tan sólo la reconocen
hoy los talentos superiores y elevados, sino todas las clases reunidas de la
sociedad; la sensatez y discernimiento popular, y hasta el instinto de
conservación individual. Si, hoy día todos los ojos se dirigen al cielo, todas las
bocas pronuncian un nombre divino, el de Nuestro Señor Jesucristo, Salvador de
las sociedades y de los hombres que las componen.
Difundir cada vez más en todas las clases el conocimiento de este Libertador,
presentárselo en el espejo de las Divinas Escrituras; hacer que oigan sus
palabras divinas, y a la vez interpretárselas en caso necesario por el órgano
de los mayores talentos que se han visto en la Iglesia; hacerles asistir, por
decirlo así, a las escenas más tiernas, más sublimes y solemnes del paso del
Hijo de Dios sobre la tierra, presentándolas a su vista tal como nos las ha
reproducido el talento iluminado por la fe; en una palabra, hacerles conocer,
amar y adorar a Jesucristo, hablándoles a la vez al entendimiento, a la fe, a
la vista y al corazón: tal es el objeto de esta obra.
Sin duda alguna los Evangelios presentan por sí solos los admirables rasgos
de la vida y muerte del Hombre-Dios; pero hallándose diseminados estos rasgos
divinos en cuatro relaciones diferentes, no se conciben tan bien en su
conjunto, como si estuviesen reunidos en un mismo cuadro. Esta fusión de los
cuatro Evangelios en una sola relación, reclamada en todos los tiempos por la
piedad de los fieles, y que fue intentada ya en el segundo siglo de la
Iglesia1, ha sido el objeto común de los deseos de los hombres más
eminentes del cristianismo, que alternativamente han consagrado a ella sus
luces y talento; por consiguiente sólo faltaba recoger en sus obras esos preciosos
frutos de sus meditaciones, y tal es el trabajo que nos hemos impuesto.
Merced a tan poderoso auxilio, creemos haber marcado con una exactitud que
no existía aun el lugar o el orden cronológico de cada hecho, presentando de
este modo el conjunto general bajo un aspecto enteramente nuevo.
Hemos dilucidado los pasajes obscuros, y hemos entrado franca y lealmente en
esas dificultades de detalle que a veces elude tímidamente la traducción con un
lenguaje ambiguo; y no contentos con aclarar el texto de este modo, hemos
añadido numerosas notas y explicaciones tomadas de los hombres eminentes de
todos los siglos.
En cuanto a las objeciones que se han hecho sobre diferentes pasajes de los
santos Evangelios, las hemos dividido en dos categorías, a saber: las que están
sepultadas en el desprecio o que caen en él diariamente, y las que aun
subsisten o que han sido resucitadas en épocas recientes. Con respecto a las
primeras hemos creído que el lector nos agradecerá que no refutemos seriamente
lo que merece desprecio, porque el simple sentido común basta para reducirlas a
la nada; y en cuanto a las últimas, bien que no hayamos marcado ninguna, se
podrá ver fácilmente por poco versado que estuviere el hombre en esta materia,
que quedan resueltas directamente, o arruinadas y reducidas a la nada en su
base, o por último que se destruyen por sí mismas dando al texto evangélico su
verdadero sentido.
En fin, considerando como un complemento natural del Evangelio aquello que
el mismo Evangelio ha inspirado al genio del hombre, hemos tratado de poner al
pie del texto sagrado lo más notable que sobre él han escrito los mayores y más
incontestables talentos que le han comentado desde los tiempos apostólicos
hasta nuestros días; por manera que, en todo el curso de esta obra no es tan
sólo un autor más o menos hábil el que nos presenta sus propias reflexiones,
sino que es la palabra del mismo Dios que se oye de la boca de sus enviados; es
el eco, es la voz de aquellos ilustres muertos de quienes está escrito que
sus mismos huesos profetizarán, y que parecen haberse incorporado en sus
sepulcros para renovar y patentizar de nuevo el glorioso testimonio que dieron
de Jesucristo en otro tiempo; y son con ellos también varios contemporáneos
nuestros que recibieron de Dios el talento y la fe de los mejores días del
cristianismo. En una palabra, presentamos en esta obra esa legión de apóstoles,
de evangelistas, de pastores y de doctores; esa legión tan santa, tan brillante
y tan digna de confianza que se reúne como en un augusto concilio para
enseñarnos cómo debemos concebir a Jesucristo y oír sus divinas palabras.
Al acompañar a los capítulos del Evangelio estos comentarios de una
magnificencia inusitada, hemos tenido el doble objeto de explicar el sagrado
texto de una manera más noble y más viva, y de llamar la atención de la gente
de mundo sobre el genio y elevadísimo talento de los Padres de la Iglesia y de
sus grandes oradores cristianos casi desconocidos, pues aun cuando existen en
las bibliotecas particulares, rara vez suelen abrirse sus páginas.
Cumplida esta inmensa tarea, faltaba además presentar a la vista las escenas
más tiernas y solemnes de la vida y muerte del Hombre-Dios, a fin de que el
arte, iluminado por la fe, pagase también a su turno su tributo de luz para la
explicación del Evangelio. Imposible nos habría sido publicar una serie de
láminas nuevas y superiores sobre un asunto tan grande y tan vasto, porque
semejante empresa es superior a los esfuerzos que se pueden hacer en nuestros
días. Formar esta serie eligiendo las obras maestras de los grandes pintores y
artistas, como muchos trataron de hacerlo, era disminuir una mitad del número
de láminas, era únicamente publicar cosas conocidas de todos, era renunciar a
la unidad tan conveniente en semejante materia, y era en fin desfigurar quizá
las mismas obras maestras, forzándolas por decirlo así, a que entrasen todas
con sus diferentes dimensiones en un cuadro uniforme. Además de esto, ¡cuántos
anacronismos y cuántos errores se ven sobre los hechos evangélicos hasta en las
mejores obras de nuestros grandes maestros! Estas inexactitudes, o si se
quiere, estas licencias que se toma el talento, cuando se ven lejos del sagrado
texto y de las explicaciones que le sirven de comentario, tal vez no chocan, y
hasta pueden producir un hermoso efecto; pero cuando la palabra santa está allí
para desmentirlas, cuando se tienen a la vista razones perentorias que prueban
precisamente todo lo contrario de lo que se halla en la lámina, como por
ejemplo, cuando san Jerónimo escribe de Belén diciendo, que el lugar en donde
nació Jesús era una gruta hecha en la roca, y que el artista prefirió pintar
una choza de madera apoyada en las ruinas de un edificio griego, entonces,
digo, el lector ofendido al ver este cambio, se sorprende, y pronto aparta la
vista de semejante composición, sea cual fuere su mérito artístico, y a pesar
del prestigio del nombre que la firma.
Ya no quedaban más que las láminas más o menos exactas que se hallan en
todas las bibliotecas de Francia y que enriquecen las Biblias francesas.
Empero, fuera de Francia y a mediados del siglo XVI, un distinguido teólogo de
la Compañía de Jesús llamado Jerónimo Natalis, mandó componer a costa de
grandes gastos por las celebridades de la escuela flamenca y por recomendación
del mismo san Ignacio, una serie de dibujos representando toda la vida de
Jesucristo, colección que puede considerarse como una de las obras maestras
hija de la fe y del talento artístico de aquella época. Aprobados estos dibujos
por el Soberano Pontífice Clemente VIII, y recomendados por él en una bula
especial por representar toda la vida de Jesucristo conforme a la verdad,
fueron confiados a los grabadores más hábiles de la época, y de este modo el
mundo religioso pudo admirar esta producción monumental, en cuyo favor había
consagrado la piedad inmensas sumas, y el talento, ayudado de la ciencia
sagrada, mas de medio siglo de trabajo.
Nuestra elección no podía ser dudosa, y hasta podemos decir que una
circunstancia en cierto modo providencial parecía haberla fijado de antemano.
Uno de aquellos raros ejemplares fue a parar a una aldea en donde le
desencuadernaron, y sus grabados puestos en marcos toscos y de mal gusto,
adornaban la modesta habitación de un labriego, cuando dos habitantes del mismo
distrito, sin más guía que su luz natural, y sin otro móvil que el de la
admiración que les habían inspirado aquellos dibujos, se impusieron la misión
de resucitar y devolver a la sociedad cristiana una obra tan propia para
instruirla y edificarla. En efecto llegan a París, se dirigen a los artistas,
hacen reproducir dos láminas, y las presentan al señor arzobispo, quien no pudo
menos de aplaudir su sagacidad y noble resolución. Esos dos hombres son los
editores de la presente obra. Su instinto no les había engañado, pues la colección
de láminas que tanto llamó su atención al descubrirlas, es en efecto la mejor
que nos han dejado los siglos en que el arte cristiano llegó a su apogeo, y así
es que no hemos titubeado un momento en darles cabida en nuestra obra.
A fin de conformarnos con un uso que data de los primeros siglos de la
Iglesia, hemos dividido esta coordinación del Evangelio en dos partes, es
decir, Vida y Pasión, como lo indican dos frontispicios o
portadas diferentes, dando principio al segundo tomo en la resurrección de
Lázaro, porque desde entonces fue resuelta la muerte de Jesucristo en el
consejo de los judíos.
Además de las notas que se hallan en la obra concernientes al tiempo y lugar
en que se ha verificado cada hecho evangélico, hemos puesto al fin de cada tomo
un cuadro que resume todas estas indicaciones, y que indica además los
evangelistas de quienes se han sacado los hechos. Por medio de este cuadro, se
puede seguir al Salvador en todos sus viajes, se puede uno dar cuenta de cómo
ha pasado cada año de su vida pública, de las solemnidades que e hacían ir de
tiempo en tiempo a Jerusalén etc., y se puede hallar en la Vida de
Jesucristo cada uno de los versículos de los cuatro Evangelios. Igualmente
damos al fin de cada tomo la explicación de todas las láminas que se hallan en
él, indicando al mismo tiempo el lugar que debe ocupar cada una en la obra.
Primeramente tuvimos la idea de insertar al principio como introducción las
principales profecías que anunciaron a Jesucristo; pero después de haber
principiado este trabajo, y habiendo visto todo el Nuevo Testamento como
cubierto con un velo en el Viejo, así como este se halla revelado en el Nuevo,
hemos creído oportuno no entrar en estas grandes cuestiones, no pudiendo
tratarlas sino de una manera incompleta. Todos los doctores aseguran que las
profecías y las figuras del Viejo Testamento deben ser miradas principalmente
en su conjunto, pues es precioso que todos los rayos de la luz divina estén
reunidos, para hacernos vislumbrar con todos los santos, lo ancho, lo largo,
la sublimidad y la profundidad de los fines y de la caridad de Jesucristo
para con los hombres. Si Dios nos lo permite, daremos a luz muy en breve sobre
esta materia una nueva obra, en vez de algunas citas insuficientes, la que
servirá de primer volumen a los dos que publicamos hoy.
Con el título de Nociones Preliminares hemos indicado además de los cuatro
Evangelistas, los principales autores cuyos nombres están citados en esta obra,
para que pueda saber el lector lo que han sido, el tiempo en que vivieron y los
títulos que tienen a su confianza.
Al hacer mención de los grandes escritores que nos han facilitado los frutos
de sus meditaciones y de su elevado talento sobre las diferentes partes del
Evangelio, no podemos echar en olvido a los ilustres prelados en quienes hemos
hallado el apoyo moral que necesitábamos para el buen éxito de tan grande
empresa. Permítasenos pues, que les manifestemos aquí el vivo agradecimiento y
el respeto de que estamos penetrados por el generoso auxilio que nos han prestado
con tanta espontaneidad y benevolencia.
También debemos un testimonio de reconocimiento a las numerosas familias que
quisieron honrarnos con su suscripción, no obstante las dificultades de los
tiempos. Merced a este nuevo apoyo, la obra ha echado ya raíces, no tan sólo en
Francia, sino en otros países, para los que se está traduciendo y en donde ha
sido acogida con marcado interés.
¡Quiera el cielo que esta obra pueda contribuir a propagar el conocimiento
de Nuestro Señor Jesucristo, a que vuelvan al redil algunas ovejas
descarriadas, y a que se rinda a nuestro Redentor con más exactitud el tributo
de adoración, de amor y de reconocimiento a que tiene derecho como Dios y
Salvador nuestro! ¡Quiera el cielo que aquellos que hayan tratado de ver al
Hijo de Dios durante su paso sobre la tierra como Zacheo, reciban de él los
dones preciosos que vino a traer a los hombres! ¡Y quiera el cielo en fin que
aquellos que lean las palabras divinas que contiene este libro, las recojan en
un corazón bueno por excelencia, para que produzcan en él frutos de
consuelo para la vida presente, y de salvación para la venidera!
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