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Ioannes Paulus PP. II
Christifideles Laici

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Mujeres y hombres

49. Los Padres sinodales han dedicado una atención particular a la condición y al papel de la mujer, con una doble intención: reconocer, e invitar a reconocer por parte de todos y una vez más, la indispensable contribución de la mujer a la edificación de la Iglesia y al desarrollo de la sociedad; y además, analizar más específicamente la participación de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia.

Refiriéndose a Juan XXIII, que vió un signo de nuestro tiempo en la conciencia que tiene la mujer de su propia dignidad y en el ingreso de la mujer en la vida pública,(176) los Padres sinodalesfrente a las más variadas formas de discriminación y de marginación a las que está sometida por el simple hecho de ser mujerhan afirmado repetidamente y con fuerza la urgencia de defender y promover la dignidad personal de la mujer y, por tanto, su igualdad con el varon.

Si es éste un deber de todos en la Iglesia y en la sociedad, lo es de modo particular de las mujeres, las cuales deben sentirse comprometidas como protagonistas en primera línea. Todavía queda mucho por hacer en bastantes partes del mundo y en diversos ámbitos, para destruir aquella injusta y demoledora mentalidad que considera al ser humano como una cosa, como un objeto de compraventa, como un instrumento del interés egoísta o del solo placer; tanto más cuanto la mujer misma es precisamente la primera víctima de tal mentalidad. Al contrario, sólo el abierto reconocimiento de la dignidad personal de la mujer constituye el primer paso a realizar para promover su plena participación tanto en la vida eclesial como en aquella social y pública. Se debe dar más amplia y decisiva respuesta a la petición hecha por la Exhortación Familiares consortio en relación con las múltiples discriminaciones de las que son víctimas las mujeres: «que por parte de todos se desarrolle una acción pastoral específica, más enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna».(177) En la misma línea han afirmado los Padres sinodales: «La Iglesia, como expresión de su misión, debe oponerse con firmeza a todas las formas de discriminación y de abuso de la mujer»,(178) y también señalaron que «la dignidad de la mujergravemente vulnerada en la opinión públicadebe ser recuperada mediante el efectivo respeto de los derechos de la persona humana y por medio de la práctica de la doctrina de la Iglesia».(179)

Concretamente, y en relación con la participación activa y responsable en la vida y en la misión de la Iglesia, se ha de hacer notar que ya el Concilio Vaticano II fue muy explícito en demandarla: «Ya que en nuestros días las mujeres toman cada vez más parte activa en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia una mayor participación suya también en los varios campos del apostolado de la Iglesia».(180)

La conciencia de que la mujer —con sus dones y responsabilidades propiastiene una específica vocación, ha ido creciendo y haciéndose más profunda en el período posconciliar, volviendo a encontrar su inspiración más original en el Evangelio y en la historia de la Iglesia. En efecto, para el creyente, el Evangelio —o sea, la palabra y el ejemplo de Jesucristopermanece como el necesario y decisivo punto de referencia, y es fecundo e innovador al máximo, también en el actual momento histórico.

Aunque no hayan sido llamadas al apostolado de los Doce y por tanto al sacerdocio ministerial, muchas mujeres acompañan a Jesús en su ministerio y asisten al grupo de los Apóstoles (cf. Lc 8, 2-3 ); están presentes al pie de la Cruz (cf. Lc 23, 49); ayudan al entierro de Jesús (cf. Lc 23, 55) y la mañana de Pascua reciben y transmiten el anuncio de la resurrección (cf. Lc 24, 1-10); rezan con los Apóstoles en el Cenáculo a la espera de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

Siguiendo el rumbo trazado por el Evangelio, la Iglesia de los orígenes se separa de la cultura de la época y llama a la mujer a desempeñar tareas conectadas con la evangelización. En sus Cartas, Pablo recuerda, también por su propio nombre, a numerosas mujeres por sus varias funciones dentro y al servicio de las primeras comunidades eclesiales (cf. Rm 16, 1-15; Flp 4, 2-3; Col 4, 15; 1 Co 11, 5; 1 Tm 5, 16). «Si el testimonio de los Apóstoles funda la Iglesia —ha dicho Pablo VI—, el de las mujeres contribuye en gran manera a nutrir la fe de las comunidades cristianas».(181)

Y, como en los orígenes, así también en su desarrollo sucesivo la Iglesia siempre ha conocido —si bien en modos diversos y con distintos acentosmujeres que han desempeñado un papel quizá decisivo y que han ejercido funciones de considerable valor para la misma Iglesia. Es una historia de inmensa laboriosidad, humilde y escondida la mayor parte de las veces, pero no por eso menos decisiva para el crecimiento y para la santidad de la Iglesia. Es necesario que esta historia se continúe, es más que se amplíe e intensifique ante la acrecentada y universal conciencia de la dignidad personal de la mujer y de su vocación, y ante la urgencia de una «nueva evangelización» y de una mayor «humanización» de las relaciones sociales.

Recogiendo la consigna del Concilio Vaticano II —en la que se refleja el mensaje del Evangelio y de la historia de la Iglesia—, los Padres del Sínodo han formulado, entre otras, esta precisa «recomendación»: «Para su vida y su misión, es necesario que la Iglesia reconozca todos los dones de las mujeres y de los hombres, y los traduzca en vida concreta».(182) Y más adelante agregaron: «Este Sínodo proclama que la Iglesia exige el reconocimiento y la utilización de estos dones, experiencias y aptitudes de los hombres y de las mujeres, para que su misión se haga más eficaz (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instructio de libertate christiana et liberatione, 72)».(183)




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