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Paulus PP. VI Ecclesiam Suam IntraText CT - Texto |
13 b. Si logramos despertar en nosotros mismos y educar en los fieles, con profunda y vigilante pedagogía, este fortificante sentido de la Iglesia, muchas antinomias que hoy fatigan el pensamiento de los estudiosos de la eclesiología —cómo, por ejemplo, la Iglesia es visible y a la vez espiritual, cómo es libre y al mismo tiempo disciplinada, cómo es comunitaria y jerárquica, cómo siendo ya santa, siempre está en vías de santificación, cómo es contemplativa y activa, y así en otras cosas— serán prácticamente dominadas y resueltas en la experiencia, iluminada por la doctrina, por la realidad viviente de la Iglesia misma; pero, sobre todo, logrará ella un resultado, muy importante, el de una magnífica espiritualidad, alimentada por la piadosa lectura de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y con cuanto contribuye a suscitar en ella esa conciencia. Nos referimos a la catequesis cuidadosa y sistemática, a la participación en la admirable escuela de palabras, de signos y de divinas efusiones que es la sagrada liturgia, a la meditación silenciosa y ardiente de las verdades divinas y, finalmente, a la entrega generosa a la oración contemplativa. La vida interior sigue siendo como el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo peculiar de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical insustituíble de su actividad religiosa y social e inviolable defensa y renaciente energía de su difícil contacto con el mundo profano.
Es necesario
volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo bautismo,
es decir, de haber sido injertado, mediante tal sacramento, en el Cuerpo
Místico de Cristo que es la Iglesia. Y esto especialmente en la valoración consciente
que el bautizado debe tener de su elevación, más aún, de su regeneración a la
felicísima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de
Cristo; a la suerte, queremos decir, a la gracia y al gozo de la inhabitación
del Espíritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de
humano, salvo la desgracia del pecado original, y que es capaz de dar las
mejores manifestaciones y probar los más ricos y puros frutos de todo los que
es humano. El ser cristiano, el haber recibido el santo bautismo, no debe ser
considerado como cosa indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y
felizmente la conciencia de todo bautizado; debe ser, en verdad, considerado
por él —como lo fue por los cristianos antiguos— una iluminación que,
haciendo caer sobre él el vivificante rayo de la verdad divina, le abre el
cielo, le esclarece la vida terrenal, le capacita a caminar como hijo de la luz
hacia la visión de Dios, fuente de eterna felicidad.
Fácil es comprender qué programa pone delante de nosotros y de nuestro
ministerio esta consideración, y Nos gozamos al observar que está ya en vías de
ejecución en toda la Iglesia y promovido con iluminado y ardiente celo. Nos los
recomendamos, Nos lo bendecimos.
14. Nos embarga, además, el deseo de que la Iglesia de Dios sea como Cristo la quiere, una, santa, enteramente consagrada a la perfección a la cual El la ha llamado y para la cual la ha preparado. Perfecta en su concepción ideal, en el pensamiento divino, la Iglesia debe tender a la perfección en su expresión real, en su existencia terrenal. Tal es el gran problema moral que domina la vida entera de la Iglesia, el que da su medida, el que la estimula, la acucia, la sostiene, la llena de gemidos y de súplicas, de arrepentimiento y de esperanza, de esfuerzo y de confianza, de responsabilidades y de méritos. Es un problema inherente a las realidades teológicas de las que depende la vida humana; no se puede concebir el juicio sobre el hombre mismo, sobre su naturaleza, sobre su perfección originaria y sobre las ruinosas consecuencias del pecado original, sobre la capacidad del hombre para el bien y sobre la ayuda que necesita para desearlo y realizarlo, sobre el sentido de la vida presente y de su finalidad, sobre los valores que el hombre desea o de los que dispone, sobre el criterio de perfección y de santidad y sobre los medios y los modos de dar a la vida su grado más alto de belleza y plenitud, sin referirse a la enseñanza doctrinal de Cristo y del consiguiente magisterio eclesiástico. El ansia de conocer los caminos del Señor es y debe ser continua en la Iglesia, y Nos querríamos que la discusión, siempre tan fecunda y variada, que sobre las cuestiones relativas a la perfección se va sosteniendo de siglo en siglo, aun dentro del seno de la Iglesia, recobrase el interés supremo que merece tener; y esto, no tanto para elaborar nuevas teorías cuanto para despertar nuevas energías, encaminadas precisamente hacia la santidad que Cristo nos enseñó y que con su ejemplo, con su palabra, con su gracia, con su escuela, sostenida por la tradición eclesiástica, fortificada con su acción comunitaria, ilustrada por las singulares figuras de los Santos, nos hace posible conocerla, desearla y aun conseguirla.