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Leo PP. XIII Arcanum Divinae Sapientiae IntraText CT - Texto |
9. Cristo, por consiguiente, habiendo renovado el matrimonio con tal y tan grande excelencia, confió y encomendó toda la disciplina del mismo a la Iglesia. La cual ejerció en todo tiempo y lugar su potestad sobre los matrimonios de los cristianos, y la ejerció de tal manera que dicha potestad apareciera como propia suya, y no obtenida por concesión de los hombres, sino recibida de Dios por voluntad de su fundador. Es de sobra conocido por todos, para que se haga necesario demostrarlo, cuántos y qué vigilantes cuidados haya puesto para conservar la santidad del matrimonio a fin de que éste se mantuviera incólume. Sabemos, en efecto, con toda certeza, que los amores disolutos y libres fueron condenados por sentencia del concilio de Jerusalén(18); que un ciudadano incestuoso de Corinto fue condenado por autoridad de San Pablo(19); que siempre fueron rechazados y combatidos con igual vigor los intentos de muchos que atacaban el matrimonio cristiano: los gnósticos, los maniqueos y los montanistas en los orígenes del cristianismo; y, en nuestros tiempos, los mormones, los sansimonianos, los falansterianos y los comunistas. Quedó igualmente establecido un mismo y único derecho imparcial del matrimonio para todos, suprimida la antigua diferencia entre esclavos y libres(20); igualados los derechos del marido y de la mujer, pues, como decía San Jerónimo, entre nosotros, lo que no es lícito a las mujeres, justamente tampoco es lícito a los maridos, y una misma obligación es de igual condición para los dos (21); consolidados de una manera estable esos mismos derechos por la correspondencia en el amor y por la reciprocidad de los deberes; asegurada y reivindicada la dignidad de la mujer; prohibido al marido castigar a la adúltera con la muerte(22) y violar libidinosa o impúdicamente la fidelidad jurada. Y es grande también que la Iglesia limitara, en cuanto fue conveniente, la potestad de los padres de familia, a fin de que no restaran nada de la justa libertad a los hijos o hijas que desearan casarse(23); prohibiera los matrimonios entre parientes y afines de determinados grados(24), con objeto de que el amor sobrenatural de los cónyuges se extendiera por un más ancho campo; cuidara de que se prohibieran en los matrimonios, hasta donde fuera posible, el error, la violencia y el fraude(25), y ordenara que se protegieran la santa honestidad del tálamo, la seguridad de las personas(26), el decoro de los matrimonios(27) y la integridad de la religión(28). En fin, defendió con tal vigor, con tan previsoras leyes esta divina institución, que ningún observador imparcial de la realidad podrá menos que reconocer que, también por lo que se refiere al matrimonio, el mejor custodio y defensor del género humano es la Iglesia, cuya sabiduría ha triunfado del tiempo, de las injurias de los hombres y de las vicisitudes innumerables de las cosas.