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Leo PP. XIII
Arcanum Divinae Sapientiae

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Carácter religioso del matrimonio

11. Los naturalistas y todos aquellos que se glorían de rendir culto sobre todo al numen popular y se esfuerzan en divulgar por todas las naciones estas perversas doctrinas, no pueden verse libres de la acusación de falsedad. En efecto, teniendo el matrimonio por su autor a Dios, por eso mismo hay en él algo de sagrado y religioso, no adventicio, sino ingénito; no recibido de los hombres, sino radicado en la naturaleza. Por ello, Inocencio III(29) y Honorio III(30), predecesores nuestros, han podido afirmar, no sin razón ni temerariamente, que el sacramento del matrimonio existe entre fieles e infieles. Nos dan testimonio de ello tanto los monumentos de la antigüedad cuanto las costumbres e instituciones de los pueblos que anduvieron más cerca de la civilización y se distinguieron por un conocimiento más perfecto del derecho y de la equidad: consta que en las mentes de todos éstos se hallaba informado y anticipado que, cuando se pensaba en el matrimonio, se pensaba en algo que implicaba religión y santidad. Por esta razón, las bodas acostumbraron a celebrarse frecuentemente entre ellos, no sin las ceremonias religiosas, mediante la autorización de los pontífices y el ministerio de los sacerdotes. ¡Tan gran poder tuvieron en estos ánimos carentes de la doctrina celestial la naturaleza de las cosas, la memoria de los orígenes y la conciencia del género humano! Por consiguiente, siendo el matrimonio por su virtud, por su naturaleza, de suyo algo sagrado, lógico es que se rija y se gobierne no por autoridad de príncipes, sino por la divina autoridad de la Iglesia, la única que tiene el magisterio de las cosas sagradas. Hay que considerar después la dignidad del sacramento, con cuya adición los matrimonios cristianos quedan sumamente ennoblecidos. Ahora bien: estatuir y mandar en materia de sacramentos, por voluntad de Cristo, sólo puede y debe hacerlo la Iglesia, hasta el punto de que es totalmente absurdo querer trasladar aun la más pequeña parte de este poder a los gobernantes civiles. Finalmente, es grande el peso y la fuerza de la historia, que clarísimamente nos enseña que la potestad legislativa y judicial de que venimos hablando fue ejercida libre y constantemente por la Iglesia, aun en aquellos tiempos en que torpe y neciamente se supone que los poderes públicos consentían en ello o transigían. ¡Cuán increíble, cuán absurdo que Cristo Nuestro Señor hubiera condenado la inveterada corruptela de la poligamia y del repudio con una potestad delegada en El por el procurador de la provincia o por el rey de los judíos! ¡O que el apóstol San Pablo declarara ilícitos el divorcio y los matrimonios incestuosos por cesión o tácito mandato de Tiberio, de Calígula o de Nerón! Jamás se logrará persuadir a un hombre de sano entendimiento que la Iglesia llegara a promulgar tantas leyes sobre la santidad y firmeza del matrimonio(31), sobre los matrimonios entre esclavos y libres(32), con una facultad otorgada por los emperadores romanos, enemigos máximos del cristianismo, cuyo supremo anhelo no fue otro que el de aplastar con la violencia y la muerte la naciente religión de Cristo; sobre todo cuando el derecho emanado de la Iglesia se apartaba del derecho civil, hasta el punto de que Ignacio Mártir(33), Justino(34), Atenágoras(35) y Tertuliano(36) condenaban públicamente como injustos y adulterinos algunos matrimonios que, por el contrario, amparaban las leyes imperiales. Y cuando la plenitud del poder vino a manos de los emperadores cristianos, los Sumos Pontífices y los obispos reunidos en los concilios prosiguieron, siempre con igual libertad y conciencia de su derecho, mandando y prohibiendo en materia de matrimonios lo que estimaron útíl y conveniente según los tiempos, sin preocuparles discrepar de las instituciones civiles. Nadie ignora cuántas instituciones, frecuentemente muy en desacuerdo con las disposiciones imperiales, fueron dictadas por los prelados de la Iglesia sobre los impedimentos de vínculo, de voto, de disparidad de culto, de consanguinidad, de crimen, de honestidad pública en los concilios Iliberitano(37), Arelatense(38), Calcedonense(39), Milevitano I I(40) y otros. Y ha estado tan lejos de que los príncipes reclamaran para sí la potestad sobre el matrimonio cristiano, que antes bien han reconocido y declarado que, cuanta es, corresponde a la Iglesia. En efecto, Honorio, Teodosio el Joven y Justiniano(41) no han dudado en manifestar que, en todo lo referente a matrimonios, no les era lícito ser otra cosa que custodios y defensores de los sagrados cánones. Y si dictaminaron algo acerca de impedimentos matrimoniales, hicieron saber que no procedían contra la voluntad, sino con el permiso y la autoridad de la Iglesia(42), cuyo parecer acostumbraron a consultar y aceptar reverentemente en las controversias sobre la honestidad de los nacimientos(43)., sobre los divorcios(44) y, finalmente, sobre todo lo relacionado de cualquier modo con el vínculo conyugal(45). Con el mejor derecho, por consiguiente, se definió en el concilio Tridentino que es potestad de la Iglesia establecer los impedimentos dirimentes del matrimonio(46) y que las causas matrimoniales son de la competencia de los jueces eclesiásticos(47).




29. C.8 De divort.



30. C.11 De transact.



31. Can. apost. 16.17.18.



32. Philosophum. Oxon ( 1851 ).



33. Carta a Policarpo c.5.



34. Apolog. mai n.15.



35. Legat. pro Christian. n.32-33.



36. De coron. milit. c.13.



37. De Aguirre, Conc. Hispan. t.l can.13.15.16.17.



38. Harduin, Act. Concil. t.l can.l l.



39. Ibíd., can.l6.



40. Ibíd., can.l7.



41. Novel. 137.



42. Feier, Matrim. ex institut. Christ. (Pest 1835).



43. C.3 De ordin. cognit.



44. C.3 De divort.



45. C.13 Qui filii sint legit.



46. Tridentino, ses.24 can.4.



47. Ibíd., can.l2.






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