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Leo PP. XIII Arcanum Divinae Sapientiae IntraText CT - Texto |
25. Tomaos el mayor cuidado de que los
pueblos abunden en los preceptos de la sabiduría cristiana y no olviden jamás
que el matrimonio no fue instituido por voluntad de los hombres, sino en el
principio por autoridad y disposición de Dios, y precisamente bajo esta ley, de
que sea de uno con una; y que Cristo, autor de la Nueva Alianza, lo elevó de
menester de naturaleza a sacramento y que, por lo que atañe al vínculo,
atribuyó la potestad legislativa y judicial a su Iglesia. Acerca de esto habrá
que tener mucho cuidado de que las mentes no se vean arrastradas por las
falaces conclusiones de los adversarios, según los cuales esta potestad le ha
sido quitada a la Iglesia. Todos deben igualmente saber que, si se llevara a
cabo entre fieles una unión de hombre con mujer fuera del sacramento, tal unión
carece de toda fuerza y razón de legítimo matrimonio; y que, aun cuando se
hubiera verificado convenientemente conforme a las leyes del país, esto no
pasaría de ser una práctica o costumbre introducida por el derecho civil, y
este derecho sólo puede ordenar y administrar aquellas cosas que los
matrimonios producen de sí en el orden civil, las cuales claro está que no
podrán producirse sin que exista su verdadera y legítima causa, es decir, el
vínculo nupcial.
Importa sobre todo que estas cosas sean conocidas de los esposos, a los cuales
incluso habrá que demostrárselas e inculcárselas en los ánimos, a fin de que
puedan cumplir con las leyes, a lo que de ningún modo se opone la Iglesia,
antes bien quiere y desea que los efectos del matrimonio se logren en todas sus
partes y que de ningún modo se perjudique a los hijos. También es necesario que
se sepa, en medio de tan enorme confusión de opiniones como se propagan de día
en día, que no hay potestad capaz de disolver el vínculo de un matrimonio rato
y consumado entre cristianos y que, por lo mismo, son reos de evidente crimen
los cónyuges que, antes de haber sido roto el primero por la muerte, se ligan
con un nuevo vínculo matrimonial, por más razones que aleguen en su descargo.
Porque, si las cosas llegaran a tal extremo que ya la convivencia es imposible,
entonces la Iglesia deja al uno vivir separado de la otra y, aplicando los
cuidados y remedios acomodados a las condiciones de los cónyuges, trata de
suavizar los inconvenientes de la separación, trabajando siempre por
restablecer la concordia, sin desesperar nunca de lograrlo. Son éstos, sin
embargo, casos extremos, los cuales sería fácil soslayar si los prometidos, en
vez de dejarse arrastrar por la pasión, pensaran antes seriamente tanto en las
obligaciones de los cónyuges cuanto en las nobilísimas causas del matrimonio,
acercándose a él con las debidas intenciones, sin anticiparse a las nupcias,
irritando a Dios, con una serie ininterrumpida de pecados. Y, para decirlo todo en pocas palabras,
los matrimonios disfrutarán de una plácida y quieta estabilidad si los cónyuges
informan su espíritu y su vida con la virtud de la religión, que da al hombre
un ánimo fuerte e invencible y hace que los vicios dado que existieran en
ellos, que la diferencia de costumbres y de carácter, que la carga de los
cuidados maternales, que la penosa solicitud de la educación de los hijos, que
los trabajos propios de la vida y que los contratiempos se soporten no sólo con
moderación, sino incluso con agrado.