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Leo PP. XIII
Arcanum Divinae Sapientiae

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Su confirmación por los hechos

18. Todas estas cosas son ciertamente claras de suyo; pero con el renovado recuerdo de los hechos se harán más claras todavía. Tan pronto como la ley franqueó seguro camino al divorcio, aumentaron enormemente las disensiones, los odios y las separaciones, siguiéndose una tan espantosa relajación moral, que llegaron a arrepentirse hasta los propios defensores de tales separaciones; los cuales, de no haber buscado rápidamente el remedio en la ley contraria, era de temer que se precipitara en la ruina la propia sociedad civil. Se dice que los antiguos romanos se horrorizaron ante los primeros casos de divorcio; tardó poco, sin embargo, en comenzar a embotarse en los espíritus el sentido de la honestidad, a languidecer el pudor que modera la sensualidad, a quebrantarse la fidelidad conyugal en medio de tamaña licencia, hasta el punto de que parece muy verosímil lo que se lee en algunos autores: que las mujeres introdujeron la costumbre de contarse los años no por los cambios de cónsules, sino de maridos. Los protestantes, de igual modo, dictaron al principio leyes autorizando el divorcio en determinadas causas, pocas desde luego; pero ésas, por afinidad entre cosas semejantes, es sabido que se multiplicaron tanto entre alemanes, americanos y otros, que los hombres sensatos pensaran en que había de lamentarse grandemente la inmensa depravación moral y la intolerable torpeza de las leyes. Y no ocurrió de otra manera en las naciones católicas, en las que, si alguna vez se dio lugar al divorcio, la muchedumbre de los males que se siguió dejó pequeños los cálculos de los gobernantes. Pues fue crimen de muchos inventar todo género de malicias y de engaños y recurrir a la crueldad, a las injurias y al adulterio al objeto de alegar motivos con que disolver impunemente el vínculo conyugal, de que ya se habían hastiado, y esto con tan grave daño de la honestidad pública, que públicamente se llegara a estimar de urgente necesidad entregarse cuanto antes a la enmienda de tales leyes. ¿Y quién podrá dudar de que los resultados de las leyes protectoras del divorcio habrían de ser igualmente lamentables y calamitosas si llegaran a establecerse en nuestros días? No se halla ciertamente en los proyectos ni en los decretos de los hombres una potestad tan grande como para llegar a cambiar la índole ni la estructura natural de las cosas; por ello interpretan muy desatinadamente el bienestar público quienes creen que puede trastocarse impunemente la verdadera estructura del matrimonio y, prescindiendo de toda santidad, tanto de la religión cuanto del sacramento, parecen querer rehacer y reformar el matrimonio con mayor torpeza todavía que fue costumbre en las mismas instituciones paganas. Por ello, si no cambian estas maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad humana vivirán en constante temor de verse arrastradas lamentablemente a ese peligro y ruina universal, que desde hace ya tiempo vienen proponiendo las criminales hordas de socialistas y comunistas. En esto puede verse cuán equivocado y absurdo sea esperar el bienestar público del divorcio, que, todo lo contrario, arrastra a la sociedad a una ruina segura.




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