Apéndice
I.A - CONSAGRACIÓN
- VOCACIÓN
Vivir
significa ser queridos por Dios instante tras instante. Si esto es cierto para cada
ser, aún más el consagrado y la consagrada deben ser conscientes del
significado de la vida como don de Dios, como llamada a vivir según la lógica
del amor divino que nos ha sido revelado en Cristo. « La persona consagrada, en
las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo largo de la
historia, experimenta la verdad de Dios–Amor de un modo tanto más inmediato y
profundo cuanto más se coloca bajo la Cruz de Cristo » (VC, n. 24). El
consagrado, en cuanto bautizado y, de manera aún más radical, entregado a Dios
y a los hermanos, es una Epifanía del amor de Dios Trinidad que quiere estar en
comunión con los hombres: « La vida consagrada refleja este esplendor del amor,
porque confiesa, con su fidelidad al misterio de la Cruz, creer y vivir del amor
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo » (Ivi).
1.
El Gran Jubileo que estamos celebrando encuentra en la vida consagrada una
espléndida concretización histórica y existencial del misterio del amor de Dios
que se manifestó en la persona de Jesucristo. El Gran Jubileo, en efecto,
representa una solemne celebración por los dos mil años de la Encarnación del
Verbo del Padre y de su Misterio Pascual, que se actualiza a través de la
potencia del Espíritu Santo. Se trata de la máxima concentración del Misterio
de Dios-Comunión, Dios-Amor: el Padre, que se entrega creando, se pone en
comunión con sus criaturas a través del Hijo Jesucristo, que como evento
en la historia representa la plena comunión entre Dios y el hombre. Esta
manifestación-comunión del Padre a través del Hijo Jesús, a lo largo de la
historia, se realiza a través de la efusión progresiva del Espíritu, condición
indispensable para que se realice en el íntimo la comunión entre Dios y los
hombres.
El
designio eterno de Dios es que los hombres participen de su vida trinitaria: a
través de Jesucristo, en el Espíritu Santo, el hombre llega al Padre. La
Paternidad de Dios no representa un hecho sentimental; es, más bien, una
realidad que transfigura al hombre introduciéndolo en la intimidad de su familia
trinitaria. Los cristianos « participan de la naturaleza divina » (2 Pe 1,4)
ya que, como lo afirma la Carta a los Efesios, « por él llegamos al Padre en un
mismo Espíritu » (cf. Ef 2,18). Ser santos significa participar de la naturaleza de
Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo. Así pues los cristianos se
convierten en « conciudadanos del pueblo de los santos: son de la casa de Dios
» (cf. Ef 2,19). El designio eterno de Dios consiste, por tanto, en «
recapitular en Cristo todas las cosas »; desde antes de la creación « eligió »
a los hombres para que estuvieran en comunión con Él, reuniéndolos en su Hijo
encarnado: « Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y
celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura
iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan
generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya...
Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el
momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la
tierra. » (Ef
1,3-6.9-10).
2. El nos llamó desde la eternidad « en » y «
mediante » Cristo para que fuéramos « santos », es decir, para que
participáramos de la « vida santa » de Dios, de su infinita transcendencia. Eso
constituye la « consagración » de todos los bautizados, más bien, se puede
decir que en el proyecto de Dios cada ser racional tiene esta vocación. La consagración se identifica con la divinización del
hombre y ésta con su cristificación que ocurre por la efusión del Espíritu.
La
vocación del consagrado y de la consagrada es de transparentar aún más esta «
consagración ». La vida consagrada es una « existencia cristiforme » que es
posible sólo « desde una especial vocación y gracias a un don peculiar del
Espíritu. En efecto, en ella la consagración bautismal los lleva a una
respuesta radical en el seguimiento de Cristo mediante la adopción de los
consejos evangélicos » (VC, n. 14). Así el consagrado está llamado a
transparentar, a pesar de su débil humanidad, el misterio jubilar de Cristo. En
efecto « en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el
corazón, amándolo “más que al padre, a la madre, más que al hijo o a la hija”
(cf. Mt 10,37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo
con la adhesión “conformadora“ con Cristo de toda la existencia, en una tensión
global que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los diversos
carismas, la perfección escatológica » (VC, n. 16).
Cristo
es « la imagen del Dios que no se puede ver » (Col 1,15), y el hombre, a
su vez, es la imagen de Cristo: « También sabemos que Dios dispone todas las
cosas para bien de los que lo aman, a quienes Él ha llamado según su proprio
designio. A los que de antemano conoció, también los destinó a ser como su Hijo
y semejantes a él, a fin de que sea Él el primogénito en medio de numerosos
hermanos. Por
eso, a los que eligió de antemano, también los llama, y cuando los llama los
hace justos, y después de hacerlos justos, les dará la Gloria » (Rom 8,28-30).
El
consagrado está llamado, de manera radical y aún más evidente, a convertirse en
icono viviente de Cristo: su « especial consagración » (VC, n.
30) no es nada más que la llamada a una progresiva cristificación, a ser como
un sacramento viviente de la presencia de Cristo en medio de los hombres. Los
consagrados, en efecto, « dejándose guiar por el Espíritu en un incesante
camino de purificación, llegan a ser, día tras día, “personas cristiformes”,
prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado » (VC,
n. 19).
3.
El Jubileo no es una simple conmemoración de un acontecimiento pasado. Se trata
de una realidad que, de alguna manera, vuelve a verificarse cada día, porque
Jesús de Nazaret verdaderamente resucitó y vive en medio de nosotros y en
nosotros. Más bien, el hombre Jesucristo, que vivió hace veinte siglos, murió y
resucitó, constituye « el Principio y el Fin » (Ap 21,6), « el Alfa y la
Omega » (Ap 1,8; 21,6) de toda la creación, todo fue hecho por medio de
Él y para Él y todo se mantiene en Él (Col 1,16). El constituye la línea
divisoria de la historia, quien nos arrastra, la realización y el sentido de
todo evento y de todo el universo.
El
consagrado tiene la conciencia de haber sido humildemente llamado para
transparentar hoy este misterio de Cristo. Si « la religión que se funda en
Jesucristo es religión de la gloria, es un existir en la novedad de vida
para alabanza de su Gloria (cf. Ef 1,12) »; y si « el hombre (vivens
homo) es epifanía de la gloria de Dios, llamado a vivir de la plenitud de
la vida en Dios » (TMA, n. 6), mucho más lo será el consagrado que está
llamado a testimoniar aún más radicalmente en el mundo el misterio de Cristo.
Si
« el Año Santo debe ser un único, ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad,
Sumo Dios » (Incarnationis mysterium, 3), los consagrados tienen una
razón más para aclamar y agradecer a Dios: a través de su consagración
religiosa, Dios les llama a transparentar a los hombres y a las mujeres de hoy
este inefable misterio de Dios que, en la persona de Cristo, irrumpió en
nuestra historia.
El
hombre contemporáneo necesita ver que las promesas de Dios, que se
concretizaron en la persona de Cristo hace 2000 años, se cumplen también hoy
para él. El hombre contemporáneo, sofocado por miles de mensajes y por una gran
cantidad de palabras, necesita más que nunca del « Alegre Mensaje », de la «
Palabra » que se hace carne de su carne. El hombre de hoy está cansado de
falsas promesas de felicidad; necesita el cumplimiento de las promesas, tiene
una desesperada necesidad de Salvación. El hombre de hoy está sediento y hambriento de
amor, de amistad, de comprensión; él necesita a alguien que le ayude a superar
sus angustias, sus miedos, sus incertidumbres; necesita a alguien que dé
sentido a la aparente absurdidad que lo rodea.
La
finalidad principal del Jubileo es que se vuelva a descubrir el rostro de
Cristo: alcanzarla dependerá también de los consagrados...
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