Apéndice I.C - MISIÓN – TESTIMONIO – « MARTYRIA »
El
Gran Jubileo, « el año de gracia », no tiene otra finalidad sino la de crear
las condiciones más favorables para la Iglesia, cuerpo de Cristo, para que el
Espíritu la renueve y la purifique una vez más, volviendo a actualizar en el
tiempo jubilar la obra de liberación y de curación que realizó hace veinte
siglos en la persona de Jesús de Nazaret: « El Espíritu del Señor está sobre
mí. El me ha ungido para traer la Buena Nueva a los pobres, para anunciar a los
cautivos su libertad y a los ciegos que pronto van a ver. A despedir libres a los
oprimidos y a proclamar el año de la gracia del Señor (“un año de jubileo”) » (Lc 4,18-19).
1.
Si el carisma de la vida consagrada consiste sobre todo en ser más conformados con
Cristo, entonces también el religioso, en un cierto modo, está ungido por
el Espíritu para ser enviado al mundo. En efecto, como se sabe, la vida
religiosa en cuanto carisma es dada para el bien del Cuerpo de Cristo que es la
Iglesia. El documento Vita Consecrata afirma: « El Espíritu mismo,
además, lejos de separar de la historia de los hombres las personas que el
Padre ha llamado, las pone al servicio de los hermanos según las modalidades
propias de su estado de vida, y orienta a desarrollar tareas particulares, de
acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los
carismas particulares de cada Instituto. De aquí surgen las múltiples formas de
vida consagrada, mediante las cuales la Iglesia “aparece también adornada con
los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su
esposo (cf. Ap 21, 2)” y es enriquecida con todos los medios para
desarrollar su misión en el mundo » (VC, n. 19).
En
este año jubilar los consagrados, en cuanto cristificados (« ungidos » por el
bautismo y por la consagración religiosa), se dejarán compenetrar aún más por
la potencia del Espíritu para actualizar con eficacia su misión en el mundo: «
A imagen de Jesús, el Hijo predilecto “a quien el Padre ha santificado y
enviado al mundo” (Jn 10,36), también aquellos a quienes Dios llama para
que le sigan son consagrados y enviados al mundo para imitar su ejemplo y
continuar su misión. Esto vale fundamentalmente para todo discípulo. Pero es
válido en especial para cuantos son llamados a seguir a Cristo más de cerca, en
la forma característica de la vida consagrada, haciendo de El el “todo” de su
existencia. En su llamada está incluida por tanto la tarea de dedicarse
totalmente a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción
del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se
hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús » (VC, n. 72).
En
efecto, Jesucristo, sobre quien el Espíritu baja y reposa, vivió toda su vida
como misión del Padre: el Padre le envió; no ha venido por iniciativa propia
sino que fue enviado por el Padre ( Jn 8,42) para hacer su voluntad; y
ésta es que él no pierda nada de lo que él le ha dado, sino que lo resucite en
el último día (Jn 6,38s). De esta manera, el consagrado y la consagrada,
llamados a conformarse visiblemente con Cristo, deberán vivir su propia vida
como misión y hacer suya la expresión de Cristo Resucitado: « Así como el Padre
me envió a mí, así os envío a vosotros » (Jn 20,21). La existencia
concreta de los consagrados, por tanto, con todos sus dones específicos, está
llamada a expresarse totalmente en la misión para la salvación del mundo.
2.
Actualmente en la Iglesia se advierte cada vez más la exigencia de unir a la
tarea de la evangelización, la de la « nueva evangelización » y se llega a la
conciencia también del papel decisivo que en ella deben tener el consagrado y
la consagrada. Esta exigencia tan importante demanda, antes de un esfuerzo
organizativo o estratégico, una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo,
sin la cual se corre el riesgo de « trabajar en vano ». En efecto, « La
evangelización nunca será posible sin la acción del Espíritu Santo », afirmaba
Pablo VI (EN, n. 75), y Juan Pablo II, siguiendo con la enseñanza de su
predecesor, subraya: « El Espíritu es también para nuestra época el agente
principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir
al Espíritu como Aquél que construye el Reino de Dios en el curso de la
historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres
en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de
la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos » (TMA, n.
45).
A
propósito de los consagrados llamados a evangelizar, el documento Vita
Consecrata afirma: « La aportación específica que los consagrados y las
consagradas ofrecen a la evangelización está, ante todo, en el testimonio de
una vida totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador
que, por amor del hombre, se hizo siervo. En la obra de la salvación, en
efecto, todo proviene de la participación en el ágape divino. Las personas
consagradas hacen visible, en su consagración y total entrega, la presencia
amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión.
Ellas, dejándose conquistar por El (cf. Flp 3,12), se disponen para
convertirse, en cierto modo, en una prolongación de su humanidad. La vida
consagrada es una prueba elocuente de que, cuanto más se vive de Cristo, tanto
mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la
misión y aceptando los mayores riesgos » (VC, n. 76).
La evangelización, por tanto, es simplemente la
difusión por parte del consagrado entre los hombres de la vida de Cristo que ya
éste experimenta en el Espíritu Santo. La mayor obra de evangelización que el
consagrado pueda realizar es vivir con seriedad su ser Iglesia, su «
ser-en-comunión », realidad que constituye la prueba definitiva de la presencia
y de la actividad del Espíritu en su interioridad.
Si
queremos ver las comunidades consagradas renovadas y reflorecer las vocaciones,
hace falta que el Espíritu sea verdaderamente el protagonista, a nivel personal
y comunitario, de la vida consagrada en una auténtica dinámica misionera. La
vida consagrada debe convertirse verdaderamente en « vida en el Espíritu ». Lo
que significa convertir el yo (también el yo de la propia congregación o
provincia) en el nosotros de la comunión y misión eclesial, significa superar
las fuerza que llevan hacia la muerte para abrirse hacia la vida, superar el
falso apego al pasado para una apertura profética, nutridos por la verdadera
tradición, hacia el futuro en búsqueda de la voluntad de Dios; superar nuestro
pequeño provincialismo y abrirnos hacia los horizontes de la catolicidad,
superar la lógica de la carne y del mundo y abrirse a la lógica del Evangelio y
del misterio pascual, que es lógica de la cruz y de la resurrección. En
definitiva se trata de renovar continuamente nuestra opción por Dios, sumamente
amado, en el seguimiento de Cristo, confortados y animados por la potencia del
Espíritu.
3.
La misión de los consagrados siempre, pero sobre todo en este « año de gracia
», debe ser la de Cristo: « anunciar a los pobres un alegre mensaje ».
Nuestros hermanos y nuestras hermanas de hoy sufren no sólo por la pobreza
material (hambre, erradicación de su tierra, persecución, guerra, desocupación,
enfermedad, abandono...), sino también por la pobreza espiritual (soledad,
desesperación, degradación moral, pérdida de los valores, explotación...). Los consagrados están
llamados a anunciar a todos éstos el « alegre mensaje » de la salvación, de la
liberación. Los monjes y las monjas contemplativas y los varios religiosos y
religiosas de vida activa, anunciarán a los hombres que sufren que aún se puede
esperar, se puede amar. Ellos que han experimentado, en su vida, la acción
liberadora de Cristo, podrán testimoniar los frutos de la redención a todos los
hombres. Ellos, que por vocación han entrado « en el año de gracia », dirán con
su vida, con la palabra y con las obras que el reino de Dios, que Jesucristo
inauguró hace veinte siglos, es potente y eficaz para todos; Este puede y debe
penetrar en el tejido de nuestra sociedad, puede y debe cambiar el corazón de
los hombres y de las estructuras sociales, puede cambiar la injusticia en
justicia, la desesperación en esperanza, el odio en amor.
En los consagrados y en las consagradas Cristo
seguirá pasando también hoy « haciendo el bien a todos », seguirá secando las
lágrimas, consolando a los que lloran, alimentando a los hambrientos,
acariciando a los niños, liberando a los presos. Sin embargo, sigue siendo
profundamente cierto para todos los religiosos que: « antes que en las obras
exteriores, la misión se lleva a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo
mediante el testimonio personal. ¡Éste es el reto, éste es el quehacer
principal de la vida consagrada! Cuanto
más se deja conformar a Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo
para la salvación de los hombres » (VC, n. 72).
Al
alba del tercer milenio cristiano, ya que nuestra tarea de consagrados nos
invita a identificarnos en la misión de Cristo, es una obligación, en fin,
hacer memoria también de todos los que, consagrados a Dios, han sido fieles al
Evangelio llegando a dar su sangre.
Cristo
es el « Testigo fiel » (Ap 1,5), que llevó a cabo su misión amando «
hasta el extremo » (Jn 13,1) en la obediencia hasta la muerte de cruz;
en la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, los consagrados están llamados a
participar y a dar el mismo testimonio de la Verdad de Dios, « dispuestos a dar
una respuesta acertada al que les pregunta acerca de sus convicciones » (1
Pt 3,15).
¡Cuánto, entonces, hay que agradecer a Dios por el
don de tantos consagrados y consagradas que han dado su vida para testimoniar
el amor de Cristo a cada hombre! A tal
respecto, la exhortación apostólica Vita Consecrata, recordando las
situaciones más recientes, afirma: « hombres y mujeres consagrados han dado
testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que
obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos
violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los
pobres, en la asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su
consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar
su sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado. La Iglesia ha
reconocida ya oficialmente la santidad de algunos de ellos y los honra como
mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra
fidelidad y nos esperan en la gloria. Es de desear vivamente que permanezca en
la conciencia de la Iglesia la memoria de tantos testigos de la fe, como
incentivo para su celebración y su imitación... » (VC, n. 86).
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