2. El testimonio del
día de Pentecostés
30.
El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y,
en particular, el anuncio del que estamos tratando: « El Paráclito...
convencerá al mundo en la referente al pecado ». Aquel día, sobre los apóstoles
recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: « Quedaron todos llenos del Espíritu
Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse »,109 « volviendo a conducir de este modo a la unidad las
razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones
».110
Es evidente
la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos
el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene,
enviado por el Padre, « después » de la partida de Cristo, como « precio » de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de
Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al
Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles « que no
se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre »; «
seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro
de pocos días »; « recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta
los confines de la tierra ».111
Estas
palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el
Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando
bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la
oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para
la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama
lo que ciertamente no habría tenido el
valor de decir anteriormente: « Israelitas ... Jesús de Nazaret, hombre
acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios
hizo por su medio entre vosotros... a éste, que fue entregado según el
determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis
clavándole en la cruz por mano de los
impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte,
pues no era posible que quedase bajo su dominio ».112
Jesús había
anunciado y prometido: « El dará testimonio de mí... pero también vosotros
daréis testimonio ». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este «
testimonio » encuentra su claro comienzo:
es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del
Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer
testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro « convence al mundo en lo referente al pecado »: ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo
hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de
contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos
lugares.113
31.
Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la
verdad, que « convence al mundo en lo
referente al pecado » del rechazo
de Cristo, está vinculada de manera
inseparable al testimonio del
misterio pascual: misterio del
Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo « convencer en lo
referente al pecado » manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es
un « convencimiento » que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y
condenarlo, sino para
salvarlo.114 Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando
Pedro exclama: « Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado
».115 Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los
demás apóstoles: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » él les responde: «
Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo ».116
De este
modo el « convencer en lo referente al
pecado » llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo.
Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba
a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica.117 La conversión exige la convicción del pecado, contiene
en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de
la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al
mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: a Recibid
el Espíritu Santo ».118 Así pues en este « convencer en lo referente al
pecado » descubrimos una doble dádiva:
el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El
Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado,
mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado —bajo el impulso del
Espíritu derramado en Pentecostés— con el poder
redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la
promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: « recibirá de lo mío
y os lo anunciará a vosotros ». Por tanto, cuando Pedro, durante el
acontecimiento de Pentecostés, habla del
pecado de aquellos que « no creyeron »
119 y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da
testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en
cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios,
consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence
la muerte humana: « Seré tu muerte, oh muerte ».120 Como el pecado de
haber crucificado al Hijo de Dios « vence » el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes
Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande
del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los
pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia
romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, « Oh feliz culpa », en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el
canto del « Exsultet ».
32.
Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede « convencer al mundo », al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es
el Espíritu que « sondea hasta las profundidades de Dios ».121 Ante el
misterio del pecado se deben sondear totalmente
« las profundidades de Dios ». No basta sondear la conciencia humana, como
misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de
Dios, en aquellas « profundidades de Dios » que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del
Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las « sondea » y de ellas
saca la respuesta de Dios al pecado
del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de « convencer en lo
referente al pecado », como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.
Al
convencer al « mundo » del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero inocente—,
como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo
pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de
Cristo. El « convencer » es la demostración del mal del pecado, de todo
pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta
relación, es reconocido en la dimensión
completa del mal, que le es característica por el « misterio de la impiedad
» 122 que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta
dimensión, —no la conoce absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por
consiguiente, no puede ser « convencido » de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez,
Paráclito.
En efecto,
el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del « misterio de la piedad »,123 como ha señalado la
Exhortación Apostólica postsinodal « Reconciliatio
et paenitentia ».124 El
hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz
de Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual
sondea las profundidades de Dios.
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