4. El Espíritu que
transforma el sufrimiento en amor salvífico
39.
EL Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en
el discurso del Cenáculo el Paráclito. En
efecto, desde el comienzo « es invocado » 145 para « convencer al mundo en lo referente al pecado ».
Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo
referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que
equivale a revelar el misterio de la
impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su realidad
dolorosa sin sondear las profundidades de Dios. Desde el principio el misterio
oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al
Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto voluntario de la
criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición
a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente « juzgada »:
mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente,
al mismo amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al « padre de la
mentira », poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.
El «
convencer en lo referente al pecado » ¿no deberá, por tanto, significar también
el revelar el sufrimiento? ¿No deberá
revelar el dolor, inconcebible e
indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las
profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable
Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué
corresponde a esta « ofensa », a este rechazo del Espíritu que es amor y don en
la intimidad inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La
concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente
de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las
profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre,
según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: « Estoy
arrepentido de haber hecho al hombre ».146 « Viendo el Señor que la
maldad del hombre cundía en la tierra ... le pesó de haber hecho al hombre en
la tierra ... y dijo el Señor: « me pesa de haberlos hecho ».147 Pero a
menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el
hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inexcrutable e
indecible « dolor » de padre engendrará sobre todo la
admirable economía del amor redentor en
Jesucristo, para que, por medio del misterio
de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte
que el pecado Para que prevalezca el « don ».
El Espíritu
Santo, que según las palabras de Jesús « convence en lo referente al pecado »,
es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don trinitario y, a la vez,
la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él podemos
concebir como personificada y realizada de modo trascendente la misericordia,
que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo
Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y
compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión
del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con
el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la historia del
hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el amor, ha
engendrado el « sufrimiento » del hombre que en cierta manera se ha volcado
sobre toda la creación,148 el
Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva
dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya
humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará una palabra en la
que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: « Siento compasión
».149 Así pues, por parte del Espíritu Santo, el « convencer en lo
referente al pecado » se convierte en una manifestación ante la creación «
sometida a la vanidad » y, sobre todo, en lo íntimo de las conciencias humanas,
como el pecado es vencido por el
sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte « el siervo obediente » que, reparando la desobediencia del
hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la
verdad, el Paráclito, « convence en lo referente al pecado ».
40.
El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras muy
significativas por parte del autor de la Carta
a los Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la
Antigua Alianza, en que « si la sangre de machos cabríos y de toros ...
santifica en orden a la purificación », añade: « cuánto más la sangre de
Cristo, que por el Espíritu Eterno se
ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas
nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo ».150 Aun conscientes
de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la presencia
del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer
en este texto como una invitación a reflexionar también sobre la presencia del
mismo Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.
Reflexionemos
primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este sacrificio y, a
continuación, separadamente sobre la « purificación de la conciencia » llevada
a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con [ = por obra de ] un Espíritu Eterno », que « saca » de
él la fuerza de « convencer en lo referente al pecado » en orden a la
salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo « traerá » a los apóstoles el
día de su resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión,
y que les « dará » para la remisión de
los pecados: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados ».151
Sabemos que
Dios « a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder », como
afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio.152 Conocemos el
misterio pascual de su « partida » según el Evangelio
de Juan. Las palabras de la Carta a
los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo « se ofreció sin mancha a
Dios » y como hizo esto « con un Espíritu Eterno ». En el sacrificio del Hijo
del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que
actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su
ministerio público. Según la Carta a los
Hebreos, en el camino de su « partida » a través de Getsemaní y del
Gólgota, el mismo Jesucristo en su
humanidad se ha abierto totalmente a
esta acción del Espíritu Paráclito, que
del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, «
escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció
experimentó la obediencia ».153 De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad, sometida al pecado en los
descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo tiempo, está
llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la
cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha encontrado en
la misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que « sondea las
profundidades de Dios » y es amor y don.
El Hijo de
Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió
al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante
el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este
sacrificio. Como único sacerdote « se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios
».154 En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya
que él solo era « sin tacha ». Pero
lo ofreció « por el Espíritu Eterno »: lo que quiere decir que el Espíritu
Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del
hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor.
41.
En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del cielo », que
quemaba los sacrificios presentados por los hombres.155 Por analogía se
puede decir que el Espíritu Santo es el «
fuego del cielo » que actúa en lo más
profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al
Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en
Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu
Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado
por la propia criatura: « No creen en mí »; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento —e indirectamente desde lo
hondo del mismo pecado « de no haber creído »— el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde
el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva
de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo.
El Espíritu
Santo, como amor y don, desciende, en
cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz.
Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo
con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es
un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él « recibe » el Espíritu Santo. Lo
recibe de tal manera que después —él solo con Dios Padre— puede « darlo » a los apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. El solo lo « envía
» desde el Padre.156 El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en
el Cenáculo, « sopló sobre ellos » y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados »,157 como había
anunciado antes Juan Bautista: « El os bautizará en Espíritu Santo y fuego
».158 Con aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como
amor que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder
salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.
Esta verdad
sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la
comunión, pronuncia aquellas significativas palabras: « Señor Jesucristo, Hijo
de Dios vivo, que por voluntad del Padre y
cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo ». Y en
la III Plegaria Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el
sacerdote ruega a Dios que el Espíritu Santo « nos transforme en ofrenda permanente ».
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