3. El Espíritu Santo
en el drama interno del hombre: la carne tiene apetencias contrarias al
espíritu y el espíritu contrarias a la carne
55.
Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que la cercanía
y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable condescendencia
del Espíritu, encuentra resistencia y
oposición en nuestra realidad humana. Desde este punto de vista son muy
elocuentes las palabras proféticas del anciano Simeón que « movido por el
Espíritu, vino al Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de
Belén que éste « está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para
ser señal de contradicción ».232 La oposición a Dios, que es Espíritu
invisible, nace ya en cierto modo en el terreno de la diversidad radical del mundo
respecto a él, esto es, de su « visibilidad » y « materialidad » con relación a
él, Espíritu « invisible » y « absoluto »; nace de su esencial e inevitable
imperfección respecto a él, ser perfectísimo. Pero la oposición se convierte en
drama y rebelión en el terreno ético, por aquel pecado que toma posesión del corazón
humano, en el que « la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el
espíritu contrarias a la carne ».233 Como ya hemos dicho, el Espíritu
debe « convencer al mundo » en lo referente a este pecado.
San Pablo
es quien de manera particular mente elocuente describe la tensión y la lucha
que turba el corazón humano. Leemos en la Carta
a los Gálatas: « Por mi parte os
digo: Si vivís según el Espíritu, no
daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene
apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como
son entre si antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais
».234 Ya en el hombre en cuanto ser
compuesto, espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar
una cierta lucha entre el « espíritu » y la « carne ». Pero esta lucha
pertenece de hecho a la herencia del pecado, del que es una consecuencia y, a
la: vez, una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana. Como
escribe el Apóstol: « Ahora bien, las
obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje ...
embriaguez, orgías y cosas semejantes ». Son los pecados que se podrían llamar
« carnales ». Pero el Apóstol añade también otros: « odios, discordias, celos,
iras, rencillas, divisiones, envidias ».235 Todo esto son « las obras
de la carne ».
Pero a
estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone « el fruto del
Espíritu »: « amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí ».236 Por el contexto parece claro que para
el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma
espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal; sino
que trata de las obras, —mejor dicho,
de las disposiciones estables— virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o
bien de resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por
ello, el Apóstol escribe: « Si vivimos según el Espíritu, obremos también según
el Espíritu ».237 Y en otros pasajes dice: « Los que viven según la
carne, desean lo carnal; más los que viven según el Espíritu, lo espiritual »;
« mas nosotros no estamos en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu
de Dios habita en nosotros ».238 La contraposición que San Pablo
establece entre la vida « según el espíritu » y la vida « según la carne »,
genera una contraposición ulterior: la de
la « vida » y la « muerte ». « Las
tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz »; de aquí
su exhortación: « Si vivis según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu
hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis ».239
Por lo cual
ésta es una exhortación a vivir en la
verdad, esto es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo
tiempo, es una profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da la vida. En
efecto, « Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida
a causa de la justicia »; « Así que ... no somos deudores de la carne para vivir según la carne »; 240 somos
mas bien, deudores de Cristo, que en
el misterio pascual ha realizado nuestra justificación consiguiéndonos el
Espíritu Santo: « ¡Hemos sido bien comprados! ».241
En los
textos de San Pablo se superponen —y se compenetran recíprocamente— la dimensión ontológica (la carne y el
espíritu), la ética (el bien y el
mal) y la pneumatológica (la acción
del Espíritu Santo en el orden de la
gracia). Sus palabras
(especialmente en las Cartas a los
Romanos y a los Gálatas) nos
permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y lucha que
tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del Espíritu Santo, y la
resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los términos o polos
contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación y pecaminosidad, puntos
neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y, por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante
donación de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿De quien será la victoria?
De quien haya sabido acoger el don.
56.
Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la dimensión interior y subjetiva como
tensión, lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en
las diversas épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión externa, concentrándose como
contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y
formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica
—como sistema de pensamiento—ya sea en su forma práctica —como método de
lectura y de valoración de los hechos— y además como programa de conducta
correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus
extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de
praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo
vital del marxismo.
Por
principio y de hecho el materialismo excluye
radicalmente la presencia y la acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo
y, sobre todo, en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial y
programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que
el Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas significativas: el
ateísmo.242 Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni
se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen
varias especies de ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta
palabra de modo equívoco sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y
propio entendido como teoría explica la realidad y tomado como principio clave
de la acción personal y social, tiene
carácter ateo. El horizonte de los
valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente
unido a la interpretación de toda la realidad como « materia ». Si a veces
habla también del « espíritu » y de las « cuestiones del espíritu », por
ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque
considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual
según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que,
según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una
especie de « ilusión idealista » que ha de ser combatida con los modos y
métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para
eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre.
Se puede
decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático y coherente
de aquella « resistencia » y oposición denunciados por San Pablo con estas palabras:
« La carne tiene apetencias
contrarias al espíritu ». Este conflicto es, sin embargo, recíproco como lo
pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima: « El espíritu
tiene apetencias contrarias a la carne ». El que quiere vivir según el
Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de
rechazar las tendencias y pretenciones internas y externas de la « carne »,
incluso en su expresión ideológica e histórica de « materialismo »
antirreligioso. En esta perspectiva tan característica de nuestro tiempo se
deben subrayar las « apetencias del espíritu » en los preparativos del gran
Jubileo, como llamadas que resuenan en la noche de un nuevo tiempo de adviento,
donde al final, como hace dos mil años, « todos verán la salvación de Dios
».243 Esta es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia confía a
los hombres de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre las « apetencias
contrarias al espíritu » que caracterizan
tantos aspectos de la civilización contemporánea, especialmente en algunos
de sus ámbitos¾ y las « apetencias contrarias a la carne », con el acercamiento
de Dios, con su encarnación, con su comunicación siempre nueva del Espíritu
Santo, puede representar en muchos casos un carácter dramático y terminar en
nuevas derrotas humanas. Pero ella cree firmemente que, por parte de Dios,
existe siempre una comunicación salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un
salvífico « convencer en lo referente al pecado » por obra del Espíritu.
57.
En la contraposición paulina entre el « espíritu » y la « carne » está incluida
también la contraposición entre la « vida » y la « muerte ». Este es un grave
problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como sistema de
pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final
definitivo de la existencia humana. Todo
lo que es material es corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en cuanto « animal
») es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo « carne », la muerte es para
él una frontera y un término insalvable. Entonces se entiende el que pueda
decirse que la vida humana es exclusivamente un « existir para morir ».
Es necesario
añadir que en el horizonte de la civilización contemporánea —especialmente la
más avanzada en sentido técnico-científico— los
signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y
frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro, a
que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear.
Por otra parte, se hace cada
vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta,
marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de
problemas que no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos. Pero en
el horizonte de nuestra época se vislumbran « signos de muerte » aún más
sombríos; se ha difundido el uso —que en algunos lugares corre el riesgo de
convertirse en institución— de quitar la vida a los seres humanos aún antes de
su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte. Y
más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han
desencadenado y se dan todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la
salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la
vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala
internacional?
Por
desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época, mientras nos acercamos
cada vez más al final del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama
de la civilización materialista y, en particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en
el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso una nueva
invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida? En cualquier
caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de desesperación
humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se derivan del
desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida, queda la certeza cristiana de que el
viento sopla donde quiere, de que nosotros poseemos « las primicias del
Espíritu » y que, por tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos
del tiempo que pasa, pero « gemimos en
nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo »,244 esto
es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una
espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano
se ha acercado Dios, que es Espíritu. « Dios, habiendo enviado a su propio Hijo
en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado
en la carne ».245 En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios,
hecho hombre y crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de
sus discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: « Recibid
el Espíritu Santo ». Este « soplo » permanece para siempre. He aquí que « el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza ».246
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