5. La Iglesia sacramento de la unión intima
con Dios
61. Acercándose
el final del segundo milenio, que a todos debe recordar y casi hacer presente
de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los tiempos, la Iglesia, una vez más, trata
de penetrar en la esencia misma de su constitución
divino-humana y de aquella misión que
la hace participar en la misión mesiánica de Cristo, según la enseñanza y el
plan siempre válido del Concilio Vaticano II. Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al
Cenáculo donde Jesucristo revela el Espíritu Santo como Paráclito, como
Espíritu de la verdad, y habla de su propia « partida » mediante la Cruz como
condición necesaria de su « venida »: « Os conviene que yo me vaya; porque si
no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré
».267 Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización
la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en
Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a
través de la Iglesia.
A la luz de
este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús, durante la última Cena, dice a propósito de su nueva « venida ». En efecto, es signicativo que en el mismo discurso de despedida,
anuncie no sólo su « partida », sino también su nueva « venida ». Dice
textualmente: « No os dejaré huérfanos; volveré
a vosotros ».268 Y en el
momento de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun más
explícitamente: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo ».269 Esta nueva « venida » de Cristo, este continuo venir
para estar con los apóstoles y con la Iglesia, este « yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo », ciertamente no cambia el hecho de su «
partida »; le sigue a ésa tras la conclusión de la actividad mesiánica de
Cristo en la tierra, y tiene lugar en el marco
del preanunciado envío del Espíritu Santo
y, por así decir, se encuadra dentro
de su misma misión. Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha
ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por
obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida
espiritual, se realizan en la realidad
sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene,
está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye
como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia
vive, actúa y crece « hasta el fin del mundo ». Todo esto acontece por obra del
Espíritu Santo.
62.
La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por medio del
misterio de la Cruz y de la Resurrección es la
Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y su
presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del
Espíritu Santo, dentro de su propia misión.270 Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel « fortalecimiento del hombre interior »
del que habla la Carta a los
Efesios.271 Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades,
bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino
de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo «
revela plenamente el hombre al hombre », sugiriendo « una cierta semejanza entre la unión de las Personas
divinas y la unión de los hijos de
Dios en la verdad y en la caridad ».272 Esta unión se expresa y se
realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando
del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a «
encontrarse ... en la entrega sincera de sí mismo » 273 en la comunión
con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.
Por esto los
primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la venida del Espíritu
Santo, « acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración », formando
así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles.274 De esta
manera « reconocían » que su Señor resucitado y ya ascendido al cielo, venía
nuevamente, en medio de ellos, en la
comunidad eucarística de la Iglesia y por
medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio
se manifestó y se confirmó a sí misma
a través de la Eucaristía. Y así ha sido siempre en todas las generaciones
cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo
milenio cristiano. Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el
milenio ya transcurrido ha sido el de las grandes divisiones entre los
cristianos. Por consiguiente, todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los
Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a
la voluntad del Espíritu Santo, « principio de unidad de la Iglesia »,275 para que todos los
bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se encuentren
unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía « sacramento de
piedad, signo de unidad, vínculo de caridad ».276
63.
La presencia eucarística de Cristo, su sacramental « estoy con vosotros »,
permite a la Iglesia descubrir cada
vez más profundamente su propio misterio,
como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual
« la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión
íntima con Dios y de unidad de todo el género humano ».277 Como sacramento, la Iglesia se
desarrolla desde el misterio pascual de la « partida » de Cristo, viviendo de
su « venida » siempre nueva por obra del Espíritu Santo, dentro de la misma
misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este es precisamente el misterio
esencial de la Iglesia como proclama el Concilio.
Si en
virtud de la creación Dios es aquél en el que todos « vivimos, nos movemos y
existimos »,278 a su vez la fuerza de la Redención perdura y se
desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un doble « ritmo »,
cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al
mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y por el otro,
es también el ritmo de la misión del
Espíritu Santo, como ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio
de la « partida » del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como
Paráclito y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la
intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que « se había ido »
a través del misterio pascual, « viene » y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia, ocultándose
o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene
lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las
riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al
tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma
sobre todo como sacramento. Esto sucede también porque, por voluntad de su
Señor, mediante los diversos sacramentos
la Iglesia realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio
sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la « partida
» de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de la cual viene el
Espíritu Santo. Viene y actúa: « da la vida ». En efecto, los Sacramentos
significan la gracia y confieren la gracia; significan
la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora
visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en ellos
como dispensador invisible de la vida
que significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.
64.
Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en
Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu
Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De
este modo, el Espíritu Santo es « el otro Paráclito » o « nuevo consolador »
porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en
los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu
Santo que da la vida.
Cuando
usamos la palabra « sacramento » referido a la Iglesia, hemos de tener presente
que en el texto conciliar la
sacramentalidad de la Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido
estricto, es propia de los Sacramentos. Leemos al respecto: « La Iglesia es ...
como un sacramento, o sea signo o
instrumento de la unión íntima con Dios ». Pero lo que cuenta y emerge del
sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la
relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da
la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del
Espíritu vivificante.
El Vaticano
II añade que la Iglesia es « un
sacramento de la unidad de todo el
género humano ». Se trata evidentemente de la unidad que el género humano,
diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene
de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el misterio de la creación y
adquiere una nueva dimensión en el misterio de la Redención, en orden a la
salvación universal. Puesto que Dios « quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad »,279 la Redención comprende todos
los hombres y, en cierto modo, toda la creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en virtud de la « partida » de
Cristo, el Espíritu Santo. Por ello
la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria
de la salvación, con razón se ve a sí misma como « sacramento de la unidad de
todo el género humano ». Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de
cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.
De este
modo, se realiza la « condescendencia » del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu
invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el
Espíritu Santo desde el principio mediante su « imagen y semejanza ». Bajo la
acción del mismo Espíritu el hombre
y, por medio de él, el mundo creado
redimido por Cristo, se acercan a su
destino definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la
creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en «
sacramento, o sea signo e instrumento ». Ella actúa para restablecer y reforzar
la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de comunión
que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Redentor. Es una verdad
que, en base a las enseñanzas del Concilio, podemos meditar, desarrollar y
aplicar en toda la extensión de su significado en esta fase del paso del
segundo al tercer milenio cristiano. Y nos resulta entrañable tener conciencia
cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la
Iglesia en la historia de la salvación —que está inscrita en la historia de la
humanidad— está presente y operante el Espíritu Santo, aquél que con el soplo
de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir
toda la creación —toda la historia—hacia su último término en el océano
infinito de Dios
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