CONCLUSIÓN
67.
Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia y en el
corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del
hombre porque está aquí el lugar recóndito
del encuentro salvífico con el Espíritu
Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se
convierte en « fuente de agua que brota para vida eterna ».289 El llega
aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del mismo modo que había sido
prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como Consolador, Intercesor y
Abogado, especialmente cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante
el juicio de condena de aquel « acusador », del que el Apocalipsis dice que «
acusa » a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios ».290
El Espíritu Santo no deja de ser el
custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas
las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que « poseen las primicias
del Espíritu » y « esperan la redención de su cuerpo ».291
El Espíritu
Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el Redentor del hombre,
continua su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando
incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre. En
este viene a ser —como proclama la Secuencia de la solemnidad de Pentecostés—
verdadero « padre de los pobres, dador de
sus dones, luz de los corazones »; se convierte en « dulce huésped del alma », que la Iglesia saluda incesantemente en
el umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae « descanso » y «
refrigerio » en medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae «
descanso » y « brisa » en pleno calor del día, en medio de las inquietudes,
luchas y peligros de cada época; trae por último, el « consuelo » cuando el
corazón humano llora y está tentado por la desesperación.
Por esto la
misma Secuencia exclama: « Sin tu ayuda nada
hay en el hombre, nada que sea bueno ». En efecto, sólo el Espíritu Santo «
convence en lo referente al pecado » y al mal, con el fin de instaurar el bien
en el hombre y en el mundo: para « renovar la faz de la tierra ». Por eso
realiza la purificación de todo lo que « desfigura » al hombre, de todo « lo
que está manchado »; cura las heridas incluso las más profundas de la
existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas en
fértiles campos de gracia y santidad. « Doblega lo que está rígido », «
calienta lo que está frío », « endereza lo que está extraviado » a través de
los caminos de la salvación.292
Orando de
esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado.
Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado,
inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor.293 Este Espíritu de Dios «
llena la tierra » y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia
identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con
su mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se
dirige el hombre que vive de la verdad y
del amor y que sin la fuente de
la verdad y del amor no puede vivir. A
él se dirige la Iglesia, que es el corazón de la humanidad, para pedir para
todos y dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio « ha sido derramado en nuestros corazones
».294 A él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos
de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como
obra suya; pide el gozo y el consuelo que
solamente él, verdadero consolador, puede traer abajándose a la intimidad de
los corazones humanos; 295 pide la
gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación
eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha « predestinado »
eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima
Trinidad.
La Iglesia
con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide al Espíritu Santo
la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría « que nadie podrá quitar »,296 la
alegría que es fruto del amor y, por
consiguiente, de Dios que es amor; pide « justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo » en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios.297
También la paz es fruto del amor: esa paz
interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que
piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los
continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso
del segundo milenio cristiano. Ya que el camino
de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la
civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del
Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener
confianza, no deja de invocar y de servir
a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que
siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu
de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de
las conciencias y de los corazones, para « llenar la tierra » de amor y de paz.
Ante él me
arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que, como Espíritu del
Padre y del Hijo, nos conceda a todos la
bendición y la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima
Trinidad, a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de
mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.
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