Ecclesia de Eucharistia
INTRODUCCIÓN
1.
La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una
experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del
misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza
continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: « He aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 20);
en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo
y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única.
Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado
su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus
días, llenándolos de confiada esperanza.
Con razón ha
proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es « fuente y
cima de toda la vida cristiana ».1 « La sagrada Eucaristía,
en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo
mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del
Espíritu Santo ».2 Por tanto la mirada de la Iglesia se
dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el
cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.
2.
Durante el Gran Jubileo del año 2000, tuve ocasión de celebrar la Eucaristía en
el Cenáculo de Jerusalén, donde, según la tradición, fue realizada la primera
vez por Cristo mismo. El Cenáculo es el lugar de la institución de este
Santísimo Sacramento. Allí Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y lo
dio a los discípulos diciendo: « Tomad y comed todos de él, porque esto es mi
Cuerpo, que será entregado por vosotros » (cf. Mt 26, 26; Lc 22,
19; 1 Co 11, 24). Después tomó en sus manos el cáliz del vino y les
dijo: « Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre
de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los
hombres para el perdón de los pecados » (cf. Mc 14, 24; Lc 22,
20; 1 Co 11, 25). Estoy agradecido al Señor Jesús que me permitió
repetir en aquel mismo lugar, obedeciendo su mandato « haced esto en
conmemoración mía » (Lc 22, 19), las palabras pronunciadas por Él hace
dos mil años.
Los Apóstoles que participaron en la Última Cena,
¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo?
Quizás no.
Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del Triduum
sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana
del domingo. En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se
inscribe también el mysterium eucharisticum.
3.
Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la Eucaristía, que
es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de
la vida eclesial. Se puede observar esto ya desde las primeras imágenes de
la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: « Acudían asiduamente a
la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las
oraciones » (2, 42).La « fracción del pan » evoca la Eucaristía. Después de dos
mil años seguimos reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y,
mientras lo hacemos en la celebración eucarística, los ojos del alma se dirigen
al Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la
Última Cena y después de ella. La institución de la
Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían
lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que
sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega
al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de
olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra
aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y « su
sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra » (Lc 22,
44).La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de
salvación en el Sacramento eucarístico, comenzó a ser derramada; su
efusión se completaría después en el Gólgota, convirtiéndose en instrumento de
nuestra redención: « Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros [...]
penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos
ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna »
(Hb 9, 11-12).
4.
La hora de nuestra redención. Jesús, aunque sometido a una prueba terrible,
no huye ante su « hora »: « ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora!
Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! » (Jn 12, 27). Desea que los
discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el
abandono: « ¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación » (Mt 26, 40-41).
Sólo Juan permanecerá al pie de la Cruz, junto a María y a las piadosas
mujeres. La agonía en Getsemaní ha sido la introducción a la agonía de la Cruz
del Viernes Santo. La hora santa, la hora de la redención del mundo. Cuando se celebra la Eucaristía
ante la tumba de Jesús, en Jerusalén, se retorna de modo casi tangible a su «
hora », la hora de la cruz y de la glorificación. A aquel lugar y a aquella
hora vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto
con la comunidad cristiana que participa en ella.
« Fue
crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día
resucitó de entre los muertos ». A las palabras de la profesión de fe hacen eco
las palabras de la contemplación y la proclamación: « Ecce lignum crucis in
quo salus mundi pependit. Venite adoremus ». Ésta es la invitación que la
Iglesia hace a todos en la tarde del Viernes Santo. Y hará de nuevo uso del canto
durante el tiempo pascual para proclamar: « Surrexit Dominus de sepulcro qui
pro nobis pependit in ligno. Aleluya ».
5.
« Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe! ». Cuando el sacerdote
pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: « Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús! ».
Con éstas o
parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio
de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia.
Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina
por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la
institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es
todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y «
concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo
entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él
instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el
transcurrir de todos los siglos.
Este pensamiento
nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual
y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una «
capacidad » verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como
destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a
la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe
acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la
facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la
consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: «
Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi
sangre, que será derramada por vosotros ». El sacerdote pronuncia estas
palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las
pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en
generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su
sacerdocio.
6.
Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este « asombro » eucarístico,
en continuidad con la herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia con la
Carta apostólica Novo millennio ineunte y con su coronamiento
mariano Rosarium Virginis Mariae. Contemplar el rostro de Cristo,
y contemplarlo con María, es el « programa » que he indicado a la Iglesia en el
alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la
historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a Cristo
implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes
presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre.
La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es
iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo,
« misterio de luz ».3 Cada vez que la Iglesia la celebra,
los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de
Emaús: « Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron » (Lc 24,
31).
7.
Desde que inicié mi ministerio de Sucesor de Pedro, he reservado siempre para
el Jueves Santo, día de la Eucaristía y del Sacerdocio, un signo de particular
atención, dirigiendo una carta a todos los sacerdotes del mundo. Este año, para
mí el vigésimo quinto de Pontificado, deseo involucrar más plenamente a toda la
Iglesia en esta reflexión eucarística, para dar gracias a Dios también por el
don de la Eucaristía y del Sacerdocio: « Don y misterio ».4
Puesto que, proclamando el año del Rosario, he deseado poner este mi vigésimo
quinto año bajo el signo de la contemplación de Cristo con María, no
puedo dejar pasar este Jueves Santo de 2003 sin detenerme ante el rostro
eucarístico » de Cristo, señalando con nueva fuerza a la Iglesia la centralidad
de la Eucaristía. De ella vive la Iglesia. De este « pan vivo » se alimenta.
¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a todos a que hagan de ella siempre
una renovada experiencia?
8.
Cuando pienso en la Eucaristía, mirando mi vida de sacerdote, de Obispo y de
Sucesor de Pedro, me resulta espontáneo recordar tantos momentos y lugares en
los que he tenido la gracia de celebrarla. Recuerdo la iglesia parroquial de
Niegowic donde desempeñé mi primer encargo pastoral, la colegiata de San
Florián en Cracovia, la catedral del Wawel, la basílica de San Pedro y muchas
basílicas e iglesias de Roma y del mundo entero. He
podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a
orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares
construidos en estadios, en las plazas de las ciudades... Estos escenarios tan
variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente
su carácter universal y, por así decir, cósmico.¡Sí, cósmico! Porque también cuando se
celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se
celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo
y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho
hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél
que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando
en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y
Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de
la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el
mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las
manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo.
9.
La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su
alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su
caminar por la historia. Así se explica la esmerada atención que ha
prestado siempre al Misterio eucarístico, una atención que se manifiesta
autorizadamente en la acción de los Concilios y de los Sumos Pontífices. ¿Cómo
no admirar la exposición doctrinal de los Decretos sobre la Santísima
Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa promulgados por el
Concilio de Trento? Aquellas páginas han guiado en los siglos sucesivos tanto
la teología como la catequesis, y aún hoy son punto de referencia dogmática
para la continua renovación y crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en el
amor a la Eucaristía. En tiempos más cercanos a nosotros, se han de
mencionar tres Encíclicas: la Mirae Caritatis de León XIII (28 de mayo
de 1902),5 Mediator Dei de Pío XII (20 de noviembre de 1947)6
y la Mysterium Fidei de Pablo VI (3 de septiembre de 1965).7
El Concilio
Vaticano II, aunque no publicó un documento específico sobre el Misterio
eucarístico, ha ilustrado también sus diversos aspectos a lo largo del conjunto
de sus documentos, y especialmente en la Constitución dogmática sobre la
Iglesia Lumen gentium y en la Constitución sobre la Sagrada
liturgia Sacrosanctum Concilium.
Yo mismo, en los
primeros años de mi ministerio apostólico en la Cátedra de Pedro, con la Carta apostólica
Dominicae Cenae (24 de febrero de 1980),8 he tratado
algunos aspectos del Misterio eucarístico y su incidencia en la vida de quienes
son sus ministros. Hoy reanudo el hilo de aquellas consideraciones con el
corazón aún más lleno de emoción y gratitud, como haciendo eco a la palabra del
Salmista: « ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa
de la salvación, invocando su nombre » (Sal 116, 12-13).
10.
Este deber de anuncio por parte del Magisterio se corresponde con un
crecimiento en el seno de la comunidad cristiana. No hay duda de que la
reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para una
participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el Santo
Sacrificio del altar. En muchos lugares, además, la adoración del Santísimo
Sacramento tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en
fuente inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la
procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una
gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico.
Desgraciadamente,
junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se
constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se
añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a
oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento.
Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado
de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor
que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la
necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y
la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del
anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun
siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas
contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no
manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado
grande para admitir ambigüedades y reducciones.
Confío en que esta
Carta encíclica contribuya eficazmente a disipar las sombras de doctrinas y
prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga resplandeciendo con todo
el esplendor de su misterio.
|