CAPÍTULO I
MISTERIO DE LA FE
11.
« El Señor Jesús, la noche en que fue entregado » (1 Co 11, 23),
instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas
en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión
y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente
presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos.9
Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el
pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el
sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ».
La Iglesia ha
recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos,
aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don
de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de
salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y
todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y
domina así todos los tiempos... ».10
Cuando la Iglesia
celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se
hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza
la obra de nuestra redención ».11 Este sacrificio es tan
decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y
ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar
de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar
parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han
vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que
el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por
tan inestimable don.12 Deseo, una vez más, llamar la
atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y
hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de
misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la
Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13,
1), un amor que no conoce medida.
12.
Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las
palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi
cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió «
entregado por vosotros... derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No
afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su
sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de
modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas
más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e
inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de
la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del
Señor ».13
La Iglesia vive
continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de
un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este
sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada
comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación
obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio
de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio
».14 Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «
Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino
siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...].
También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que
jamás se consumirá ».15
La Misa hace
presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica.16
Lo que se repite es su celebración memorial, la « manifestación memorial » (memorialis
demonstratio),17 por la cual el único y definitivo
sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza
sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como
algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al
sacrificio del Calvario.
13.
Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es
sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido genérico, como si se
tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la
vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en
favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc
14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre:
« sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su
Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega
paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección
».18
Al entregar su
sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio
espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al
sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio
Vaticano II enseña que « al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y
cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con
ella ».19
14.
La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración:
« Proclamamos tu resurrección ». Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo
hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el
misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y
resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía « pan de vida » (Jn 6,
35.48), « pan vivo » (Jn 6, 51). San Ambrosio lo recordaba a los
neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida:
« Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día ».20
San Cirilo de Alejandría, a su vez, subrayaba que la participación en los
santos Misterios « es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha
muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro ».21
15.
La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo,
coronado por su resurrección, implica una presencia muy especial que –citando
las palabras de Pablo VI– « se llama “real”, no por exclusión, como si las
otras no fueran “reales”, sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que
por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro
».22 Se recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio
de Trento: « Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de
toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y
de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión,
propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia
Católica ».23 Verdaderamente la Eucaristía es « mysterium
fidei », misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo
en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino
Sacramento. « No veas –exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y en el vino
meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su
cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra
cosa ».24
« Adoro te
devote, latens Deitas », seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de
amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo
largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos
esfuerzos para entenderla.
Son esfuerzos
loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el
ejercicio crítico del pensamiento con la « fe vivida » de la Iglesia, percibida
especialmente en el « carisma de la verdad » del Magisterio y en la «
comprensión interna de los misterios », a la que llegan sobre todo los santos.25
La línea fronteriza es la señalada por Pablo VI: « Toda explicación teológica
que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para
estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de
nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración,
de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están
realmente delante de nosotros ».26
16.
La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga
recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio
eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo
mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros;
su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, « derramada
por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Recordemos sus
palabras: « Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el
Padre, también el que me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). Jesús mismo
nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se
realiza efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual
Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta
comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a
recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en verdad os digo: si
no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida
en vosotros » (Jn 6, 53). No se trata de un alimento metafórico: « Mi
carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida » (Jn 6, 55).
17.
Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su
Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí
mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En
efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente ».27
La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la
epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san
Juan Crisóstomo: « Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo
Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones [...] para que sean
purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu
Santo para cuantos participan de ellos ».28 Y, en el
Misal Romano, el celebrante implora que: « Fortalecidos con el Cuerpo y la
Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo
cuerpo y un sólo espíritu ».29 Así, con el don de su cuerpo
y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya
en el Bautismo e impreso como « sello » en el sacramento de la Confirmación.
18.
La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye
oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la
celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): « ... hasta que vuelvas ».
La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por
Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso
y « prenda de la gloria futura ».30 En la Eucaristía, todo
expresa la confiada espera: « mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro
Salvador Jesucristo ».31 Quien se alimenta de Cristo en la
Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la
posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al
hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la
garantía de la resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne
y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día » (Jn 6,
54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo
del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del
resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el « secreto » de la
resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan
eucarístico « fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte ».32
19.
La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la
comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas
orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con
veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro
Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y
a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado:
mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la
liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: « La
salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero » (Ap
7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre
sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que
penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.
20.
Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la
Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla
de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas.
En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un « cielo nuevo » y
una « tierra nueva » (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien estimula
nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente.33
Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los
cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de
su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a
la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios.
Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de
nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner
premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos,
de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué
decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo « globalizado », donde
los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que
esperar? En
este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso
el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta
presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su
amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos
narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido
profundo, el relato del « lavatorio de los pies », en el cual Jesús se hace
maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol Pablo, por
su parte, califica como « indigno » de una comunidad cristiana que se participe
en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia
hacia los pobres (Cf. 1 Co 11, 17.22.27.34).34
Anunciar la
muerte del Señor « hasta que venga » (1 Co 11, 26), comporta para los
que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que
toda ella llegue a ser en cierto modo « eucarística ». Precisamente este fruto
de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo
según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la
celebración eucarística y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap
22, 20).
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