CAPÍTULO V
DECORO DE LA CELEBRACIÓN
EUCARÍSTICA
47.
Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos
queda impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad », con la
cual Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un
episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de Betania.
Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la
cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los
discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn
12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un « derroche »
intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de
Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los
necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos –« pobres
tendréis siempre con vosotros » (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12,
8)–, Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y
aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo
merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al
misterio de su persona.
En los Evangelios
sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da a los discípulos de
preparar cuidadosamente la « sala grande », necesaria para celebrar la cena
pascual (cf. Mc 14, 15; Lc 22, 12), y con la narración de la
institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el esquema de
los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf.
Mt 26, 30; Mc 14, 26), el relato, aún con las variantes de las
diversas tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne las palabras
pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como
expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos
detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la «
fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero el acontecimiento
del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja ver los rasgos
de una « sensibilidad » litúrgica, articulada sobre la tradición
veterotestamentaria y preparada para remodelarse en la celebración cristiana,
en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua.
48.
Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «
derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente
asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que
aquellos primeros discípulos encargados de preparar la « sala grande », la
Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas
culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio.
La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de
Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será
bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el
Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de
todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas
sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica
del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la
tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es
también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un
banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El
banquete eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que
la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O
Sacrum convivium, in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en
nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las
sendas del mundo, es « panis angelorum », pan de los ángeles, al cual no
es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: «
Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo » (Mt 8, 8; Lc 7,
6).
49.
En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de
la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo
mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a
través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar
la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha
llevado progresivamente a establecer una especial reglamentación de la
liturgia eucarística, en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales
legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico
patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música,
dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa
o indirectamente, un motivo de gran inspiración.
Así ha ocurrido,
por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes eucarísticas en
las « domus » de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el
contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los
primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las
iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras
donde ha llegado el cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se
han desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en
cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias
de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la
música sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías
gregorianas y en los numerosos, y a menudo insignes, autores que se han
afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa
una enorme cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una
buena artesanía hasta verdaderas obras de arte, en el sector de los objetos y
ornamentos utilizados para la celebración eucarística?
Se puede decir
así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la espiritualidad,
ha tenido una fuerte incidencia en la « cultura », especialmente en el ámbito
estético.
50.
En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual y
estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han hecho
mutuamente la « competencia ». ¿Cómo no dar gracias al Señor, en particular,
por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes obras
arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo el
ámbito geográfico y cultural eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha conservado
un sentido especialmente intenso del misterio, impulsando a los artistas a
concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su propio
genio, sino también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho más
allá de la mera habilidad técnica, han sabido abrirse con docilidad al soplo
del Espíritu de Dios.
El esplendor de la arquitectura y de los mosaicos en el
Oriente y Occidente cristianos son un patrimonio universal de los creyentes, y
llevan en sí mismos una esperanza y una prenda, diría, de la deseada plenitud
de comunión en la fe y en la celebración. Eso supone y exige, como en la
célebre pintura de la Trinidad de Rublëv, una Iglesia profundamente «
eucarística » en la cual, la acción de compartir el misterio de Cristo en
el pan partido está como inmersa en la inefable unidad de las tres Personas
divinas, haciendo de la Iglesia misma un « icono » de la Trinidad.
En esta perspectiva de un arte orientado a expresar en
todos sus elementos el sentido de la Eucaristía según la enseñanza de la
Iglesia, es preciso prestar suma atención a las normas que regulan la
construcción y decoración de los edificios sagrados. La Iglesia ha dejado
siempre a los artistas un amplio margen creativo, como demuestra la historia y
yo mismo he subrayado en la Carta a los artistas. 100
Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de expresar
adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia y según
las indicaciones pastorales oportunamente expresadas por la autoridad
competente. Ésta es una consideración que vale tanto para las artes figurativas
como para la música sacra.
51.
A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha producido
en tierras de antigua cristianización está ocurriendo también en los
continentes donde el cristianismo es más joven. Este fenómeno ha sido
objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar sobre la
exigencia de una sana y, al mismo tiempo, obligada « inculturación ». En mis
numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar en todas las
partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la celebración eucarística en
contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas culturas.
Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la Eucaristía
ofrece alimento, no solamente a las personas, sino a los pueblos mismos,
plasmando culturas cristianamente inspiradas.
No obstante, es
necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve a cabo siendo
conscientes siempre del inefable Misterio, con el cual cada generación está
llamada confrontarse. El « tesoro » es demasiado grande y precioso como para
arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque por experimentos o prácticas
llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las autoridades
eclesiásticas competentes. Además, la centralidad del Misterio eucarístico es
de una magnitud tal que requiere una verificación realizada en estrecha
relación con la Santa Sede. Como escribí en la Exhortación apostólica
postsinodal Ecclesia in Asia, « esa colaboración es esencial,
porque la sagrada liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y,
dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada
por las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal ».101
52.
De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración
eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla
in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de comunión, no sólo
a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la
Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por
desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma
litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de
adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de
malestar. Una cierta reacción al « formalismo » ha llevado a algunos,
especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las «
formas » adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su
Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del
todo inconvenientes.
Por tanto, siento
el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con
gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una
expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su
sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del
celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol
Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de
faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata)
y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11, 17-34).
También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser
redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y
universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El
sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la
comunidad que se adecúa a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente
su amor por la Iglesia. Precisamente para reforzar este sentido profundo de las
normas litúrgicas, he solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia
Romana que preparen un documento más específico, incluso con rasgos de carácter
jurídico, sobre este tema de gran importancia. A nadie le está permitido
infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande
para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no
respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.
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