CONCLUSIÓN
59.
« Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ». Hace pocos años he
celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia de
ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves Santo de
mi vigésimo quinto año de ministerio petrino. Lo hago con el corazón
henchido de gratitud. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de
aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San
Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos se han fijado en la
hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han «
concentrado » y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota,
desvelando su misteriosa « contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido
reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se
puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y
el corazón a la esperanza (cf. Lc 24, 3.35).
Dejadme, mis
queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y
para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía.
« Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce
pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la
prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira.
Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad
de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí
fallan nuestros sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se
dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada
en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que,
como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le
repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: «
Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna » (Jn 6,
68).
60.
En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos
llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he
escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se
trata de « inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre,
recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en
Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida
trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la
Jerusalén celeste ».103 La realización de este programa de
un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.
Todo compromiso
de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda
puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico
la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía
tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección,
tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el
amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra
indigencia?
61.
El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no consiente reducciones
ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la
celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la
comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es
cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es:
una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y
esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de
salvación y comunión jerárquicamente estructurada.
La vía que la
Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es también la de
un renovado compromiso ecuménico. Los últimos decenios del segundo milenio,
culminados en el Gran Jubileo, nos han llevado en esa dirección, llamando a
todos los bautizados a corresponder a la oración de Jesús « ut unum sint » (Jn
17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que superan la capacidad
humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo profundo
del corazón, como dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el profeta
Elías: « Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti » (1
Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a nuestra
disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente con todos los
hermanos con quienes nos une el mismo Bautismo. Sin embargo, para no
desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las exigencias que se derivan de
ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica.
Al dar a la
Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no
infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente
conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición
incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad
cristiana celosa en custodiar este « tesoro ». Impulsada por el amor, la
Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin
perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico.
No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque « en
este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación ».104
62.
Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos,
grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística. Con ellos la teología
de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia vivida, nos «
contagia » y, por así decir, nos « enciende ».Pongámonos, sobre todo, a la
escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra,
más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos
la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo
renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un
resquicio del « cielo nuevo » y de la « tierra nueva » que se abrirán ante
nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la
tierra, su prenda y, en cierto modo, su anticipación: « Veni, Domine Iesu! »
(Ap 22, 20).
En el humilde
signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo
camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en
testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio la razón experimenta
sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo,
intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin
límites.
Hagamos nuestros
los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo,
cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra
también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el
corazón, sediento como está de alegría y de paz:
« Bone pastor,
panis vere,
Iesu, nostri miserere... ».
“Buen pastor, pan verdadero,
o Jesús, piedad de nosotros:
nútrenos y defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos
en la tierra de los vivos.
Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos
a la mesa del cielo
a la alegría de tus santos”.
Roma, junto a San Pedro, 17 de abril, Jueves Santo,
del año 2003, vigésimo quinto de mi Pontificado y Año del Rosario.
IOANNES PAULUS II
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