En comunión con todos los Obispos del mundo
5. El Consistorio
extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de
1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo.
Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos
presentados a toda la familia humana y, en particular, a la comunidad
cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la
autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter
inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que
hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el
Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su
colaboración para redactar un documento al respecto. 6 Estoy profundamente
agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas
informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y
convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre
el Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración del
centenario de la Encíclica Rerum novarum,
llamaba la atención de todos sobre esta singular analogía: « Así como hace
un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la
Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos
de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está
oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar
voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los
pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus
derechos humanos ». 7
Hoy una gran
multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los
niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la
vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos
entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales
del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del
mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como
elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del
Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la
vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante
llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo
siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz
y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la
Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por
el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de
los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos,
quiero meditar de nuevo y anunciar el
Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias,
luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y
valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro
camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la
Familia, como completando idealmente la Carta
dirigida por mí « a cada familia de
cualquier región de la tierra »,8 miro con confianza
renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se refuerce
a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también
hoy —aun en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas— ella se
mantenga siempre, según el designio de Dios, como « santuario de la vida
».9
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante
invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos
de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se
afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una
auténtica civilización de la verdad y del amor.
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