« ¿Soy acaso yo el
guarda de mi hermano? » (Gn 4,
9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe considerarse
atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también
a lasmúltiples causas que lo determinan.
La pregunta del Señor: « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10) parece como una
invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y
comprender toda su gravedad en las motivaciones
que estaban en su origen y en las consecuencias
que se derivan.
Las opciones
contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas
de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas,
depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso
notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de
quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo,
hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas
situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y político,
donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada
vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad
individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios
derechos.
De este modo se
produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que
después de descubrir la idea de los « derechos humanos » —como derechos
inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los
Estados— incurre hoy en una sorprendente
contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los
derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la
vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en
particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el
nacimiento y la muerte.
Por una parte,
las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples
iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad
moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en
cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o
clase social.
Por otra parte, a
estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su
trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta escandalosa,
precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la
tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su
motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de
principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los
atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con
el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién
concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del
respeto a la vida, y representan una amenaza
frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz,
al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia
democrática: nuestras ciudades corren el
riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes » a sociedades de
excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la
mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los
derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico
estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara
el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los
Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación,
oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No
convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por
los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter
internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia
en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?
19. ¿Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden
cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad,
sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al
menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los
demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser « indisponible »? La teoría de los
derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho que
el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido
al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la
capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso,
experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el
mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto
constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras
personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse
mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza que se hace criterio de
opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero
esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el
Estado de derecho, como comunidad en la que a las « razones de la fuerza »
sustituye la « fuerza de la razón ».
A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne
afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica,
está en un concepto de libertad que
exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la
plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación
de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida
de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de
muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy
individualista, que acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los
débiles destinados a sucumbir.
Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta
de Caín a la pregunta del Señor « ¿Dónde está tu hermano Abel? »: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de
su hermano », porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de
este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un
gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización
mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la
libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido
original y se contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad
reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro
cuando no reconoce ni respeta su vínculo
constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse
de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una
verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona
acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias
decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión
subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora
profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de
autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro,
considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se
convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin
vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los
demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los
intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de
compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en
la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad
absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un
relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso
el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más
propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida
se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la
voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado
nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja
de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad
de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este
modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo
fundamental. El Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir
según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder
disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no
nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa,
en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más
firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto
o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero
en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el
ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la
dignidad de toda persona humana, es
traicionado en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de
dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e
inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las
discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser
defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando se
verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a
la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma
realidad establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la
eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un
significado perverso e inicuo: el de
un poder absoluto sobre los demás y
contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: « En
verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn 8, 34).
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