« El nombre de
Jesús ha restablecido a este hombre » (cf. Hch 3, 16): en la precariedad
de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida
32. La experiencia del pueblo de la
Alianza se repite en la de todos los « pobres » que encuentran a Jesús de
Nazaret. Así como el Dios « amante de la vida » (cf. Sb 11, 26) había confortado a Israel en medio de los peligros, así
ahora el Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en
su existencia, que sus vidas también son un bien al cual el amor del Padre da
sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la
Buena Nueva » (Lc 7, 22). Con estas
palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el significado de
su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una existencia de algún modo «
disminuida », escuchan de El la buena
nueva de que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también
su vida es un don celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres »
son interpelados particularmente por la predicación y las obras de Jesús. La
multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt 4, 23-25), encuentran en su palabra y
en sus gestos la revelación del gran valor que tiene su vida y del fundamento
de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus
comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél que « pasó haciendo el bien y
curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él » (Hch 10, 38), es portadora de un mensaje
de salvación que resuena con toda su novedad precisamente en las situaciones de
miseria y pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del
tullido, al que ponían todos los días junto a la puerta « Hermosa » del templo
de Jerusalén para pedir limosna: « No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te
doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar » (Hch 3, 6). Por la fe en Jesús, « autor de la vida » (cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada
y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las
acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes padecen
enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino que
conciernen más profundamente al sentido
mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo
quien reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad del pecado,
puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad
de su existencia, según sus mismas palabras: « No necesitan médico los que
están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a
justos, sino a pecadores » (Lc 5,
31-32).
En cambio, quien
cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes materiales,
como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se engaña. La
vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin haber
logrado percibir su verdadero significado: « ¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán? » (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús, desde el
principio al fin, se da esta singular « dialéctica » entre la experiencia de la
precariedad de la vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la
precariedad marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se unieron al
« sí » decidido y gozoso de María (cf. Lc
1, 38). Pero también siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño « para
matarle » (Mt 2, 13), o que permanece
indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que
entra en el mundo: « no tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del contraste entre las amenazas y las inseguridades, por
una parte, y la fuerza del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad
la gloria que se irradia desde la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta
vida que nace es salvación para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume
plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: « siendo rico, por
vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que habla
Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también compartir las
condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta
pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: « se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el
nombre que está sobre todo nombre » (Flp 2,
8-9). Es precisamente en su muerte
donde Jesús revela toda la grandeza y el
valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para
todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En
este peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la
vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del Padre. Por
eso puede decirle en la cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto es, mi vida. ¡Qué
grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha
hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!
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