INTRODUCCIÓN
1. El centenario
de la promulgación de la encíclica de mi predecesor León XIII, de venerada
memoria, que comienza con las palabras Rerum
novarum 1, marca una
fecha de relevante importancia en la historia reciente
de la Iglesia y también en mi pontificado. A ella, en efecto, le ha cabido el privilegio de ser conmemorada, con
solemnes documentos, por los Sumos Pontífices, a partir de su cuadragésimo
aniversario hasta el nonagésimo: se puede decir que su íter histórico ha sido
recordado con otros escritos que, al mismo tiempo, la actualizaban 2.
Al hacer yo
otro tanto para su primer centenario, a petición de numerosos obispos,
instituciones eclesiales, centros de estudios, empresarios y trabajadores, bien
sea a título personal, bien en cuanto miembros de asociaciones, deseo ante todo
satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia entera ha contraído con el gran
Papa y con su «inmortal documento»3. Es también mi deseo mostrar cómo la rica savia, que sube desde aquella
raíz, no se ha agotado con el paso de los años, sino que, por el contrario, se ha hecho más fecunda. Dan testimonio
de ello las iniciativas de diversa índole que han precedido, las que acompañan
y las que seguirán a esta celebración; iniciativas promovidas por las
Conferencias episcopales, por organismos internacionales, universidades e
institutos académicos, asociaciones profesionales, así como por otras
instituciones y personas en tantas partes del mundo.
2.
La presente encíclica se sitúa en el marco de estas celebraciones para dar
gracias a Dios, del cual «desciende todo don excelente y toda donación
perfecta» (St 1, 17), porque se ha
valido de un documento, emanado hace ahora cien años por la Sede de Pedro, el
cual había de dar tantos beneficios a la Iglesia y al mundo y difundir tanta
luz. La conmemoración que aquí se hace se refiere a la encíclica leoniana y
también a las encíclicas y demás escritos de mis predecesores, que han
contribuido a hacerla actual y operante en el tiempo, constituyendo así la que
iba a ser llamada «doctrina social», «enseñanza social» o también «magisterio
social» de la Iglesia.
A la
validez de tal enseñanza se refieren ya dos encíclicas que he publicado en los
años de mi pontificado: la Laborem
exercens sobre el trabajo humano, y la Sollicitudo
rei socialis sobre los problemas actuales del desarrollo de los hombres y
de los pueblos 4.
3.
Quiero proponer ahora una «relectura» de la encíclica leoniana, invitando a
«echar una mirada retrospectiva» a su propio texto, para descubrir nuevamente
la riqueza de los principios fundamentales formulados en ella, en orden a la
solución de la cuestión obrera. Invito además a «mirar alrededor», a las «cosas
nuevas» que nos rodean y en las que, por así decirlo, nos hallamos inmersos,
tan diversas de las «cosas nuevas» que caracterizaron el último decenio del
siglo pasado. Invito, en fin, a «mirar al futuro», cuando ya se vislumbra el
tercer milenio de la era cristiana, cargado de incógnitas, pero también de
promesas. Incógnitas y promesas que interpelan nuestra imaginación y
creatividad, a la vez que estimulan nuestra responsabilidad, como discípulos
del único maestro, Cristo (cf. Mt 23,
8), con miras a indicar el camino a proclamar la verdad y a comunicar la vida
que es él mismo (cf. Jn 14, 6).
De este
modo, no sólo se confirmará el valor
permanente de tales enseñanzas, sino que se manifestará también el verdadero sentido de la Tradición de la
Iglesia, la cual, siempre viva y siempre vital, edifica sobre el fundamento
puesto por nuestros padres en la fe y, singularmente, sobre el que ha sido
«transmitido por los Apóstoles a la Iglesia»5, en nombre de Jesucristo,
el fundamento que nadie puede sustituir (cf. 1 Co 3, 11).
Consciente
de su misión como sucesor de Pedro, León XIII se propuso hablar, y esta misma
conciencia es la que anima hoy a su sucesor. Al igual que él y otros Pontífices
anteriores y posteriores a él, me voy a inspirar en la imagen evangélica del
«escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los cielos», del cual dice el
Señor que «es como el amo de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas
viejas» (Mt 13, 52). Este tesoro es
la gran corriente de la Tradición de la Iglesia, que contiene las «cosas
viejas», recibidas y transmitidas desde siempre, y que permite descubrir las
«cosas nuevas», en medio de las cuales transcurre la vida de la Iglesia y del
mundo.
De tales
cosas que, incorporándose a la Tradición, se hacen antiguas, ofreciendo así
ocasiones y material para enriquecimiento de la misma y de la vida de fe, forma
parte también la actividad fecunda de millones y millones de hombres, quienes a
impulsos del magisterio social se han esforzado por inspirarse en él con miras
al propio compromiso con el mundo. Actuando individualmente o bien coordinados
en grupos, asociaciones y organizaciones, ellos han constituido como un gran movimiento para la defensa de la
persona humana y para la tutela de su dignidad, lo cual, en las alternantes
vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una sociedad más justa
o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia.
La presente
encíclica trata de poner en evidencia la fecundidad de los principios
expresados por León XIII, los cuales pertenecen al patrimonio doctrinal de la
Iglesia y, por ello, implican la autoridad del Magisterio. Pero la solicitud
pastoral me ha movido además a proponer el
análisis de algunos acontecimientos de la historia reciente. Es superfluo
subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para
discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de
los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que
de por sí no atañe al ámbito específico del Magisterio.
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