« ¡Tengo fe, aún
cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116
115, 10): la vida en la vejez y en el
sufrimiento
46. También en lo relativo a los últimos
momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica
una referencia expresa a la problemática actual del respeto de las personas
ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar
violentamente su fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y religioso
que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al
anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para
la familia y la sociedad.
La vejez está marcada
por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su
peso, al contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza
desde mi juventud... Y ahora que
llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu
brazo a todas las edades venideras » (Sal
71 70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que
« no habrá jamás... viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).
Sin embargo,
¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El
creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus manos
está mi vida » (cf. Sal 16 15, 5), y
que de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda
carne, ¿por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de
la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe
confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad
en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las
enfermedades » (cf. Sal 103 102, 3).
Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta
moverlo a gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como
el heno » (Sal 102 101, 12)—, también
entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder
vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la
búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe,
aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú
has sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a
la fosa » (Sal 30 29, 3-4).
47. La misión de Jesús, con las numerosas
curaciones realizadas, manifiesta cómo
Dios se preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la
carne y del espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la
buena nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les
confía una misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del
Evangelio: « Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad
enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida
del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el
creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como
dice Jesús, « quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su
vida por mí y por el Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento
son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de
su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10,
17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15).
También la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que
la existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad a
la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y Esteban, mientras era privado
de la vida temporal por testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue
las huellas del Maestro y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón
(cf. Hch 7, 59-60), abriendo el
camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente
entre vivir o morir. En efecto, sólo
es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos, nos movemos
y existimos » (Hch 17, 28).
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