« Mirarán al que atravesaron » (Jn 19,
37): en el árbol de la Cruz se cumple el
Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo, en el que hemos
meditado el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de
vosotros a contemplar a Aquél que
atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este
árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.
En las primeras
horas de la tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad
sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una
inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y
la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática
entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin
embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario,
resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de
toda la historia y de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive
el momento de su máxima « impotencia », y su vida parece abandonada totalmente
al escarnio de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado,
insultado, ultrajado (cf. Mc 15,
24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo « que había
expirado de esa manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios » (Mc 15, 39). Así, en el
momento de su debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la
muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el
perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23,
34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te
aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). Después de
su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos
resucitaron » (Mt 27, 52). La
salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. A lo
largo de su existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y
haciendo el bien a todos (cf. Hch 10,
38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo
de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en liberar
al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva
perfección el prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf.
Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que
atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza
segura de liberación y redención.
51. Existe todavía otro hecho concreto que
llama mi atención y me hace meditar con emoción: « Cuando tomó Jesús el
vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó
el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el
soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante salió
sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La « entrega del
espíritu » presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser
humano, pero parece aludir también al « don del Espíritu », con el que nos
rescata de la muerte y nos abre a una vida nueva.
El hombre
participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de
la Iglesia —de los que son símbolo la sangre y el agua manados del costado de
Cristo—, se comunica continuamente a los hijos de Dios, constituidos así como
pueblo de la nueva alianza. De la Cruz,
fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».
La contemplación
de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha
sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que vengo,
Señor, a hacer tu voluntad » (cf. Hb 10,
9), se hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
El, que no había « venido a ser servido, sino a servir y a
dar su vida como rescate por muchos » (Mc
10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida
por sus amigos » (Jn 15, 13). Y El
murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se
entrega.
En este punto la meditación se hace alabanza y
agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus
huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los
hermanos, realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino
de nuestra existencia.
Lo podremos hacer
porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu
Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos
obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso
toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar
» la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.
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