CAPITULO III
NO MATARAS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar
en la vida, guarda los mandamientos » (Mt
19, 17): Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó uno y le dijo:
"Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?" » (Mt
19, 16). Jesús responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos » (Mt 19, 17). El
Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la vida misma
de Dios. A esta vida se llega por la observancia de los mandamientos del Señor,
incluido también el mandamiento « no matarás ». Precisamente éste es el primer
precepto del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué mandamientos
debe observar: « Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no
robarás..." » (Mt 19,
18).
El mandamiento de Dios
no está nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la
alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento
irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como « evangelio », esto
es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio
de la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que
compromete al hombre. Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y
requiere ser aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle
la vida, Dios exige al hombre que la
ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace mandamiento, y el
mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador
como rey y señor. « Dios creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de modo
tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de Aquél que
gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su
naturaleza está marcada por la realeza... También el hombre es rey. Creado para dominar el mundo, recibió la
semejanza con el rey universal, es la imagen viva que participa con su dignidad
en la perfección del modelo divino ».38 Llamado a ser fecundo y a
multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los seres inferiores
a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey
y señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo 39
y, en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir por
medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio divino. Sin
embargo, no se trata de un señorío absoluto,
sino ministerial, reflejo real del
señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la
sabiduría y del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo mediante la
obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf. Sal 119 118), que nace y crece siendo
conscientes de que los preceptos del Señor son un don gratuito confiado al
hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su dignidad personal y
para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre
no es dueño absoluto y árbitro incensurable, sino —y aquí radica su grandeza
sin par— que es « administrador del plan establecido por el Creador
».40
La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe
malgastar, como un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19,
12-27).
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