« Mi embrión tus
ojos lo veían » (Sal 139 138,
16): el delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre
puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que
lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo
define, junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido
debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del
aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente
de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de
distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho
fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca
el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de
conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena
categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del
aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de «
interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a
atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno
lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra
puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como
quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia,
que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda
su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se
consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina
es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser
considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella
mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y
del llanto del recién nacido. Se halla totalmente
confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno.
Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su
eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene
para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de
deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas
o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes
importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás
miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales
condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer.
Sin embargo, estas y otras razones
semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás
pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del
niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras
personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando
induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo
indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo:
55 de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su
naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ».
No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más
amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones
tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay
duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a
quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son
responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la
muerte la competencia adquirida para promover la vida.
Pero la
responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado
leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los
administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar
abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han
favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de
menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no lo
han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias,
especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y
educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que
llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y
asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del
aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la
responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca,
asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían
ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, « nos encontramos
ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino
también la de toda la civilización ».56 Estamos ante lo que puede definirse
como una « estructura de pecado » contra
la vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto
sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de
días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, «
desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que
no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se
desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde
entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una
preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado
el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus
características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de
una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para
desarrollarse y poder actuar ».57 Aunque la presencia de un alma
espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental,
las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una
indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde
este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser
persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde
el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de
encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de
cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por
esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones
filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la
Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación
humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el
respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y
unidad corporal y espiritual: « El ser
humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su
concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer
los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser
humano inocente a la vida ».59
61. Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por
tanto, no contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de
tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda
también a este caso el mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su
existencia, también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde
el seno materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y
lo plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión
informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y
cuya vocación está ya escrita en el « libro de la vida » (cf. Sal 139 138, 1. 13-16). Incluso cuando
está todavía en el seno materno, —como testimonian numerosos textos bíblicos
60— el hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna
providencia divina.
La Tradición cristiana
—como bien señala la Declaración emitida
al respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe 61— es clara
y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como
desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo
greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del
infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su
doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien
demuestra la ya citada Didaché.
62 Entre los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras
recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que
recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la
madre, son ya « objeto, por ende, de la providencia de Dios ».63 Entre
los latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio anticipado impedir el
nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga
desaparecer en el nacimiento. Es ya
un hombre aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina
ha sido enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores
y Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre
el momento preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la
mínima duda sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio
pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común.
En particular, Pío XI en la Encíclica Casti
connubii rechazó las pretendidas justificaciones del aborto; 65 Pío
XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a
destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende
como fin o sólo como medio para el fin »; 66 Juan XXIII reafirmó que la
vida humana es sagrada, porque « desde que aflora, ella implica directamente la
acción creadora de Dios ».67 El Concilio Vaticano II, como ya he
recordado, condenó con gran severidad el aborto: « se ha de proteger la vida
con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio
son crímenes nefandos ».68
La disciplina canónica
de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones
penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas
más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917
establecía para el aborto la pena de excomunión. 69 También la nueva
legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que « quien
procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae »,70 es decir,
automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo
la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no
se hubiera producido: 71 con esta reiterada sanción, la Iglesia señala
este delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien lo
comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la
Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la
gravedad de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y
penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y
disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había
cambiado y que era inmutable. 72 Por tanto, con la autoridad que Cristo
confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en
varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada
anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre
esta doctrina—, declaro que el aborto
directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral
grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta
doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. 73
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del
mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser
contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible
por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del aborto se debe
aplicar también a las recientes formas de intervención
sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos,
comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones, en creciente
expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente admitida por
algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano
siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a
riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus
condiciones de salud o su supervivencia individual »,74 se debe
afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de
experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres
humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda
persona. 75
La misma condena moral concierne también al procedimiento
que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces « producidos »
expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como «
material biológico » para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el
tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando
beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención
especial merece la valoración moral de las
técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente
eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas
técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas
técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos
desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar una
terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación del
niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del
nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas se
ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo
para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de anomalías. Semejante
mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el
valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de « normalidad » y de
bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del
infanticidio y de la eutanasia.
En realidad,
precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros,
afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son
aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio particularmente
eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que la hacen,
incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás. La Iglesia
está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus
hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas las
familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido abandonados
por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
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