« Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres
» (Hch 5, 29): ley civil y ley moral
68.
Una de las características propias de los atentados actuales contra la vida
humana —como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen
derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los
ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la
asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha
nacido o está gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica
proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros
bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación
concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los
bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su
decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la
armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el
aborto y la eutanasia.
Otras veces se
cree que la ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo
con un nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos aceptan y
comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y la voluntad
de la mayoría de los ciudadanos y reconcerles también, al menos en ciertos
casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la
prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría
inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas ilegales, que, sin
embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se efectuarían sin
la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener una ley no
aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la autoridad
de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener
que, en una sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada persona
una plena autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de quien aún
no ha nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las diversas
opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular en
detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura
democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el
ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las
convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría
misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad
común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los
ciudadanos —que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos
soberanos— exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada
conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada
caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente
a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político,
en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia
privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente
opuestas en apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la
autonomía moral más completa de elección y piden que el Estado no asuma ni
imponga ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio más
amplio posible para la libertad de cada uno, con el único límite externo de no
restringir el espacio de autonomía al que los demás ciudadanos también tienen
derecho. Por otro lado, se considera que, en el ejercicio de las funciones
públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de los demás
obliga a cada uno a prescindir de sus propias convicciones para ponerse al
servicio de cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes reconocen y
tutelan, aceptando como único criterio moral para el ejercicio de las propias
funciones lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad
de la persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral
al menos en el ámbito de la acción pública.
70.
La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura
contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de
la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco
entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que
las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al
autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es
precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra los
equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se
encubren en esta postura.
Es cierto que en
la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la
« verdad ». Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad
se han cometido y se siguen cometiendo también en nombre del « relativismo
ético ». Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la
legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con
ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión « tiránica » respecto al ser
humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante
los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes
experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido
cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el
consenso popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse
convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la
inmoralidad. Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como tal, un
instrumento y no un fin. Su carácter « moral » no es automático, sino que
depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro
comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los
fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un
consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un
positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio de la Iglesia ha
puesto de relieve varias veces. 88 Pero el valor de la democracia se
mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e
imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto
de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el « bien común
» como fin y criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores no pueden estar provisionales y
volubles « mayorías » de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral
objetiva que, en cuanto « ley natural » inscrita en el corazón del hombre, es
punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica
ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda
hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento
democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo
de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos. 89
Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo
mejor, es también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo un
cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una
base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una paz estable,
tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y
de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en
los mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce
con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para
maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del
consenso. En un situación así, la democracia se convierte fácilmente en una
palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el
desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia
de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad
misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son
valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca
pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y
promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del conjunto de las
relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son propuestos por la
Iglesia, pero que forman parte también del patrimonio de las grandes tradiciones
jurídicas de la humanidad.
Ciertamente, el
cometido de la ley civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la
ley moral. Sin embargo, « en ningún
ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas
que excedan la propia competencia »,90 que es la de asegurar el bien
común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos
fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad pública. 91 En
efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada
convivencia social en la verdadera justicia, para que todos « podamos vivir una
vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad » (1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos
los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que
pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer
y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de
cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces,
renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más
grave, 92 sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de
los individuos —aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—,
la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo
tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la
eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los
demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de
protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el
pretexto de la libertad. 93
A este propósito,
Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem
in terris: « En la época moderna se considera realizado el bien común
cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí
que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en
reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en
contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los
respectivos deberes. "Tutelar el intangible campo de los derechos de la
persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el
deber esencial de los poderes públicos". Por esta razón, aquellos
magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo
faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos
prescriban ».94
72.
En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también la
doctrina sobre la necesaria conformidad
de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más, en la citada
encíclica de Juan XXIII: « La autoridad es postulada por el orden moral y
deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes
estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en
contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en
conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y
degeneraría en abuso ».95 Esta es una clara enseñanza de santo Tomás de
Aquino, que entre otras cosas escribe: « La ley humana es tal en cuanto está
conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio,
cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin
embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de
violencia ».96 Y añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene razón
de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si
contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino
corrupción de la ley ».97
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace
referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la
vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la
eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en
total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente
a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se
podría objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el
sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una
petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un
caso de suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se
puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se
favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y
la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también
al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica
validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente
porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón
de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la
posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley
civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una
verdadera ley civil moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son
crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo
no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario,
establecen una grave y precisa obligación
de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes
de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de
obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch
5, 29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las
amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a
la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al
faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no
hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a
los niños » (Ex 1, 17). Pero es
necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: « Las parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente de la obediencia a
Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta
soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes
injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto
incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se
requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es
la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni
participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el
sufragio del propio voto ».98
Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos
en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más
restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados,
como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto,
se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las
campañas para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas
veces por poderosos organismos internacionales, en otras Naciones
—particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales
legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso
expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley
abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de
esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de
la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una
colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento
legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones
injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles
problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria
afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones
moralmente malas. A veces las
opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de
posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de
avance en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de
algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en
el articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de
vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer
justamente que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve
escándalo y favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los
atentados contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez
más a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener
en cuenta los principios generales sobre la cooperación
en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de
buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar
su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la
legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de
vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación
se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la
configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración
directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la
intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la
libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y
exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen
una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la
cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no
sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera
así, se obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente
incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y
fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría
radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que,
como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de
rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de
semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes
sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las
clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar
a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano
legal, disciplinar, económico y profesional.
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