CAPITULO IV
A MI ME LO
HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA
HUMANA
« Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus
alabanzas » (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio
como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús,
enviado del Padre « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de
los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20).
La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma
cada día la exclamación del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!
» (1 Cor 9, 16). En efecto, « evangelizar —como escribía Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de la
Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar
».101
La evangelización es una acción global y dinámica, que
compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real
del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la
caridad. Es un acto profundamente
eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio,
cada uno según su propio carisma y ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante
del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este
Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido
enviados a proclamarlo a toda la humanidad « hasta los confines de la tierra »
(Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y
agradecida de ser el pueblo de la vida y para
la vida y presentémonos de este modo ante todos.
79.
Somos el pueblo de la vida porque
Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio
de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio.
Hemos sido redimidos por el « autor de la vida » (Hch 3, 15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1,
19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol
único (cf. Jn 15, 5). Renovados
interiormente por la gracia del Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos
llegado a ser un pueblo para la vida
y estamos llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar
al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que
nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus
alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro
camino nos guía y sostiene la ley del
amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que «
muriendo ha dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como
pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente «
eclesial », que exige la acción concertada y generosa de todos los miembros y
de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la
misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el
mandato del Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo
mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos
sentimos el deber de anunciar el
Evangelio de la vida, de celebrarlo en
la liturgia y en toda la existencia, de
servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.
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