« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio
soy » (Sal 139 138, 14): celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como « pueblo para
la vida », nuestro anuncio debe ser también una
celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta
celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe
convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y
grandeza de este Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa. 107 Esta nace de la fe en el Dios
de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien
ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad,
belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien
no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don,
descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen
viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde
desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la
muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un
sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada
persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser
capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo
VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad. 108 El pueblo nuevo de
los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento
por el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo
hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de
comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
84. Celebrar
el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da
la vida: « Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella
y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida,
y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí
vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de
la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida
les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser
viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los
hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de
los ángeles. Por la abundancia de su
bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es
todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en
alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta
Vida está viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la
vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que
vivifica toda vida ».109
Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y
comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en
el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139 138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: «
Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras.
Mi alma conocías cabalmente » (Sal
139 138, 14). Sí, « esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus
oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo,
un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado
con júbilo y gloria ».110 Más aún, el hombre y su vida no se nos
presentan sólo como uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha
dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada
niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la
gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo,
icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la
vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria,
sino sobre todo con las celebraciones del
año litúrgico. Se deben recordar
aquí particularmente los Sacramentos, signos
eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la
existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina,
asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el
significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino
descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las
celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más
capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el
sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación
en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85.
En la celebración del Evangelio de la
vida es preciso saber apreciar y
valorar también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas
tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y
formas de encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se
manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda
existencia humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al
anciano o al moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la
esperanza y el deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los
Cardenales en el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las
distintas Naciones una Jornada por la
Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias
Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre con la
participación activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias,
en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del
sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones,
centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la
eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que
merecen ser objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la
situación histórica.
86. Respecto al culto espiritual agradable
a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración
del Evangelio de la vida debe
realizarse sobre todo en la existencia
cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo.
Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de
la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo
que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y
escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y
ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto,
rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Estos son la
celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son
la elocuente manifestación del grado más elevado del amor, que es dar la vida
por la persona amada (cf. Jn 15, 13);
son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto
vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en la
entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo
cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una
auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la
donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para
ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin
esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio
silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes,
que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos,
y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier
sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al
desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su
ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados
por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. En nombre del
progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los valores de la
fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen
distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro
amor invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en
su amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en
el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el
poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112 « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien
diga: "Tengo fe", si no tiene obras? » (St 2, 14): servir el
Evangelio de la vida
87.
En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la
promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se manifiesta en el testimonio
personal, en las diversas formas de voluntariado, en la animación social y en
el compromiso político. Esta es una
exigencia particularmente apremiante en el momento actual, en que la «
cultura de la muerte » se contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida
» y con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una
exigencia que nace de la « fe que actúa por la caridad » (Gal 5, 6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ¿De qué sirve,
hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso
podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del
sustento diario, y algunos de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y
hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así
también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos
cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como
discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia
especial por quien es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante
la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al
encarcelado —como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano
a la muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: «
Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis » (Mt 25, 40). Por eso, nos
sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan
Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí
en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez
».113
El servicio de la caridad a la vida debe ser
profundamente unitario: no
se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es
sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible.
Por tanto, se trata de « hacerse cargo »
de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a las
raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo
precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a
lo largo de los siglos una extraordinaria
historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil
numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo
observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana,
con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de
una acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en
práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento
de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que,
incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y
educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la
marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una paciente y
valiente obra educativa que apremie a
todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción
de vocaciones al servicio, particularmente
entre los jóvenes; implica la realización de proyectos e iniciativas concretas, estables e inspiradas en el
Evangelio.
Múltiples son los medios
para valorar con competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de
la vida, los centros de métodos naturales
de regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda
para la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona,
comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada decisión
es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y familiares, mediante
su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz de una
antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la pareja y de
la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en el sentido
del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su misión
como « santuario de la vida ». Al servicio de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida y las casas o
centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y
parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y
apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién
dada a luz.
Ante condiciones
de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros medios
—como las comunidades de recuperación de
drogadictos, las residencias para menores o enfermos mentales, los centros de
atención y acogida para enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad
sobre todo para incapacitados— son expresiones elocuentes de lo que la
caridad sabe inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y
posibilidades concretas de vida.
Cuando la
existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más
oportunos para que los ancianos,
especialmente si no son autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente
humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su
angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel de las familias;
pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y,
si es necesario, recurriendo a los cuidados
paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y sociales,
presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento públicos como a
domicilio.
En particular, se
debe revisar la función de los hospitales,
de las clínicas y de las casas de salud: su verdadera identidad
no es sólo la de estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos,
sino ante todo la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte
son considerados e interpretados en su significado humano y específicamente
cristiano. De modo especial esta identidad debe ser clara y eficaz en
los institutos regidos por religiosos o
relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89.
Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás
iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar
según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente disponibles y profundamente conscientes de
lo fundamental que es el Evangelio de la
vida para el bien del individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el
personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos
y religiosas, personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser custodios y servidores
de la vida humana. En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y
la medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos
pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la
vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha
crecido hoy enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más
fuerte precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la
profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual
se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida humana y
su carácter sagrado.
El respeto
absoluto de toda vida humana inocente exige tambiénejercer la objeción de conciencia ante el aborto procurado y la
eutanasia. El « hacer morir » nunca puede considerarse un tratamiento médico,
ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del
paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un
apasionado y tenaz « sí » a la vida. También la investigación biomédica, campo
fascinante y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar
siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la
dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y
se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.
90. Un papel específico están llamadas a
desempeñar las personas comprometidas en
el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al servicio de la vida,
cuando saben conjugar la capacidad profesional con el amor generoso y gratuito.
El Evangelio de la vida las mueve a
elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de
Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la conciencia de
la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las necesidades de las
personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos allí donde más urgentes son
las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva también
mediante formas de animación social y de
compromiso político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida en
nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen
una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación
social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y
legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia
democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y
tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea
corresponde en particular a los responsables
de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el
deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el
campo de las disposiciones legislativas. En
un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base
del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad
personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero
nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene
un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la
propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente
contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento
para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y
a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres.
Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un
inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo
con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que,
ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia
ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias
pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por la
presencia de fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo,
movida por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad
de cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no
resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las
posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y
promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de
relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las
causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el
apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje
y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y legislativas
capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la
paternidad y la maternidad; además, es necesario replantear las políticas
laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan
conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea
efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos.
91. La
problemática demográfica constituye hoy un capítulo importante de la
política sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad
de « intervenir para orientar la demografía de la población »; 114 pero
estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la responsabilidad
primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y no pueden recurrir a
métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos fundamentales,
comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es
moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se
imponga el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico son otros:
los Gobiernos y las distintas instituciones internacionales deben mirar ante
todo a la creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y
culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena
libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en « aumentar
los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan
participar equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar
soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de bienes, tanto en el
orden internacional como nacional ».115 Este es el único camino que
respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser el
auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio
de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un
ámbito privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos
de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio
Vaticano II autorizadamente impulsó. 116 Además, se presenta como
espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras
religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino
deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio, es
arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida
podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.
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