« La herencia del
Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3): la familia « santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de la vida y para
la vida », es decisiva la responsabilidad
de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la
de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión
de « custodiar, revelar y comunicar el amor ».117 Se trata del amor
mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la
vida y en su educación según el designio del Padre son los padres. 118
Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada
uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más
necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus
miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente «
el santuario de la vida..., el ámbito
donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada
contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según
las exigencias de un auténtico crecimiento humano ».119 Por esto, el
papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia
doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que
corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo
cada vez más conscientes del significado
de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se
manifiesta que la vida humana es un don
recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los
padres descubren que el hijo, « si es fruto de su recíproca donación de amor,
es a su vez un don para ambos: un don que brota del don ».120
Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su misión de
anunciar el Evangelio de la vida. Con
la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante
gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica
libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el
respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el
servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la
vida como un don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un
servicio a la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación
recibida de Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y
testimoniar a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo
podrán hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su
alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia
y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la
oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al
Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos
de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la
celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es
la que se expresa en la vida cotidiana de
la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se
expresa por medio de la solidaridad,
experimentada dentro y alrededor de la familia como atención solícita,
vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión
particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la
disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados
por sus padres o en situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno
y materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a
niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno
desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a distancia, preferible en los
casos en los que el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave
pobreza de una familia. En efecto,
con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para
mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su
ambiente natural.
La solidaridad,
entendida como « determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien
común »,121 requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación social y política. En
consecuencia, servir el Evangelio de la
vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones
familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de
ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural,
sino que la defiendan y promuevan.
94. Una atención particular debe prestarse
a los ancianos. Mientras en algunas
culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con
un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es
considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede surgir con
mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso
el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al
menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez
de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un
clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las
distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se
restablezca donde se ha perdido, una especie de « pacto » entre las
generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su
camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les
dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar
al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12;
Lv 19, 3). Pero hay algo más.
El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y
servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico
patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de
esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro de la humanidad se fragua en la
familia »,122 se debe reconocer que las actuales condiciones sociales,
económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de
la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de «
santuario de la vida », como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es
necesario y urgente que la familia misma
sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo
el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan
responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la
Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada
familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la vida.
« Vivid como hijos de
la luz » (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural
95.
« Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no
participéis en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha
dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz
de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general de las conciencias y
uncomún esfuerzo ético, para poner en
práctica una gran estrategia en favor de
la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva,
para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la
vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y
activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural
serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está
relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su
raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el
Evangelio pretende « transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »;
123 es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a
impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, 124 para que
expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.
Se debe comenzar por la renovación
de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a
menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial,
caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas
con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos
comportamientos inaceptables. Ante
esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida
se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades
de nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué
pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo
tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los
no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los
lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos
profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada
uno.
96.
El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre
el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma
importancia redescubrir el nexo
inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se
viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera
donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas
realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula
indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí,
125 es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la
persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia es eldescubrimiento del vínculo constitutivo
entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la
libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la
persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme
en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo
del poder público causante de la muerte. 126
Es esencial pues
que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que
recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta
dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su
libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y
libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que « el
punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el
misterio más grande: el misterio de Dios ».127 Cuando se niega a Dios y
se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se
acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona
humana y el carácter inviolable de su vida.
97. A la formación de la conciencia está
vinculada estrechamente la labor
educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce
siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente
por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En particular, es
necesario educar en el valor de la vida
comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede
construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes
a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su
verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de
toda la persona, « manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona
hacia el don de sí misma en el amor ».128 La banalización de la
sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del
desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida.
Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a
los jóvenes la auténtica educación de la
sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la
persona y la capacita para respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación
responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean
dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio:
esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo
caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando,
por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar
temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar
las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas
inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de
la responsabilidad en la procreación, el recurso
a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido
precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen
posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores
morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería
eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también
a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada
formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con
sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la
investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una
educación en los valores morales que su uso supone.
La labor educativa
debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En realidad forman
parte de la experiencia humana, y es vano, además de equivocado, tratar de
ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a
comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y
el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en estrecha
relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he querido que se
celebre cada año la Jornada Mundial del
Enfermo, destacando « el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio
que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia misma de la
redención ».129 Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una
aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la
eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación
en su misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos decir que el
cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como
fundamento de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e
internacional— la justa escala de valores: la
primacía del ser sobre el tener, 130 de la persona sobre las cosas.
131 Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y
del rechazo a su acogida: los demás
no son contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas
con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos
enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se
debe sentir excluido: todos tienen un
papel importante que desempeñar. La misión de los profesores y de
los educadores es, junto con la de
las familias, particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los
jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y
difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el
respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden hacer mucho en
la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea particular
corresponde a los intelectuales católicos,
llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de
elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los
ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación
artística y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en
las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva
cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse
por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he
instituido la Pontificia Academia para la
Vida con el fin de « estudiar, informar y formar en lo que atañe a las
principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a
la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la
moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia ».132
Una aportación específica deben dar también las Universidades, particularmente las católicas, y los Centros,
Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es
la responsabilidad de los responsables de
los medios de comunicación social, llamados a trabajar para que la
transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida. Deben,
por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a
testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con
gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que
deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la
realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o acrecentar
sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En
la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar
al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a cada persona y un
sentido profundo de humanidad.
99.
En el cambio cultural en favor de la vida las
mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda
determinante: les corresponde ser promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin
caer en la tentación de seguir modelos « machistas », sepa reconocer y expresar
el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia
ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de
violencia y de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio
Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: « Reconciliad a los hombres con la vida ».133
Vosotras estáis llamadas a testimoniar el
significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida
del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que
deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la
maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas
y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: « La maternidad conlleva
una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la
mujer... Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando
crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino
hacia el hombre en general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad
de la mujer ».134 En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser,
le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en
su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son
auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por
la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como
la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la
aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y
es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La
Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra
decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión
dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en
vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente
injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la
esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si
aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el
Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el
sacramento de la Reconciliación. Os daréis cuenta de que nada está perdido y
podréis pedir perdón también a vuestro hijo que ahora vive en el Señor.
Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis
estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del
derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida,
coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la
acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis
artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo por una nueva
cultura de la vida estamos sostenidos y
animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos
abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que
existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan
al servicio de la « cultura de la muerte » y los de que disponen los promotores
de una « cultura de la vida y del amor ». Pero nosotros sabemos que podemos
confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda
certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a
todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en
medio de las insidias que las amenazan: 135 es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo
entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o
asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con
iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica
apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con
su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces
contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4,
1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de
este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la
valentía de orar y ayunar para
conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y
de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros
la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra
sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la
vida y del amor.
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