INTRODUCCIÓN - «
CONÓCETE A TI MISMO »
La fe y la razón
(Fides et ratio) son como las dos
alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la
verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad
y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda
alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26],
8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
1. Tanto en Oriente como en Occidente es
posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la
humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con
ella. Es un camino que se ha
desarrollado — no podía ser de otro modo — dentro del horizonte de la
autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y
más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante
sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se
presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de
nuestra vida. La exhortación Conócete a
ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para
testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima
por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación,
calificándose como « hombre » precisamente en cuanto « conocedor de sí mismo ».
Por lo
demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en
distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al
mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la
existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas
mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero
aparecen también en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos
de Confucio e Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda;
asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides
y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son
preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde
siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales
preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.
2.
La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que,
en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del
hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que
Jesucristo es « el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de
ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy
particular: la diaconía de la verdad.1
Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo
común que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; 2 y por
otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso
desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia
aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios: «
Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora
conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido » (1 Co 13, 12).
3.
El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad,
de modo que puede hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos
destaca la filosofía, que contribuye
directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la
respuesta: ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de
la humanidad. El término filosofía según la etimología griega significa
« amor a la sabiduría ». De
hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre
empezó a interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y
formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma
del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las cosas es inherente a su
razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte
que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las
que vive el hombre.
La gran incidencia
que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas
en Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos
de concebir la existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una
sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas,
tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas. Que
esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del saber
filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los
postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e
internacionales para regular la vida social.
4.
De todos modos, se ha de destacar que detrás de cada término se esconden
significados diversos. Por tanto, es necesaria una explicitación preliminar.
Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la existencia, el
hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten
comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos
fundamentales derivan del asombro suscitado
en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al
descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales
comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento
de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería
en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia
verdaderamente personal.
La
capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a
elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento
riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el
carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este
proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han
alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de
pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar
una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en
estos casos, entra en juego una cierta « soberbia filosófica » que pretende
erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo
sistema filosófico, aun con respeto
siempre de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad
del pensar filosófico, en el cual
tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.
En este
sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los
progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es
constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los
principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la
concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de
conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas
morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican
que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de
conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio
espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno
cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos
conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos,
deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas
filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y
universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de
orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o,
como la llamaban los antiguos, orthòs
logos, recta ratio.
5.
La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los
objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la
filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la
existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda
indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad
del Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Teniendo en
cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la
mirada hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de
que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a
menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber
concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de
interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y
más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han
producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el
desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las
ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha
abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos
alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a
indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado
que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende.
Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de
persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente
en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser
dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la
tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre
sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto
para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de
orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre
el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el
hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y
condicionamientos.
Ello ha
derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la
investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo
general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que
tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de
haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un
pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las
posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos
de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual.
No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida
provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter
exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en
diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo
se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento
ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse
en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su
modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales,
hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la
verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en
el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa
desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con
falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin
intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de
la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de
poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.
6.
La Iglesia, convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de
la Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre
la verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos
en el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar « abiertamente
la verdad » (2 Co 4, 2), como también
a los teólogos y filósofos a los que corresponde el deber de investigar sobre
los diversos aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la buscan,
para exponer algunas reflexiones sobre la vía que conduce a la verdadera
sabiduría, a fin de que quien sienta el amor por ella pueda emprender el camino
adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo
espiritual.
Me mueve a
esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del
Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son « testigos de la verdad
divina y católica ».3 Testimoniar la verdad es, pues, una tarea
confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar
el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos
devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas
y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su
plena dignidad.
Hay también
otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis splendor he llamado la
atención sobre « algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en
el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas ».4 Con
la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención
sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que
este período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las nuevas
generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la
sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La
exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social
se siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el
carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando
ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la
existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite
de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del hecho
de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas
culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de la
verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la
investigación paciente sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que tiene
la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la
llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su
vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el
deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del
tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los
grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en
llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia.
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