CAPÍTULO I - LA
REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS
Jesús revela al Padre
7.
En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia
de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella
propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque fuese la más
alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser
como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un
misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2,
7; Rm 16, 25-26), pero ahora
revelado. « Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y
manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef
1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden
los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina
».5 Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para
alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a
conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro
conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es
capaz de alcanzar.
8.
Tomando casi al pie de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I y
teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la
Constitución Dei Verbum del Vaticano
II ha continuado el secular camino de la inteligencia
de la fe, reflexionando sobre la Revelación a la luz de las enseñanzas
bíblicas y de toda la tradición patrística. En el Primer Concilio Vaticano, los
Padres habían puesto en evidencia el carácter sobrenatural de la revelación de
Dios. La crítica racionalista, que en aquel período atacaba la fe sobre la base
de tesis erróneas y muy difundidas, consistía en negar todo conocimiento que no
fuese fruto de las capacidades naturales de la razón. Este hecho obligó al
Concilio a sostener con fuerza que, además del conocimiento propio de la razón
humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un
conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una verdad que
se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta
porque Dios ni engaña ni quiere engañar.6
9.
El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la
reflexión filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden,
ni una hace superflua la otra: « Hay un doble orden de conocimiento, distinto
no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su principio,
primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe
divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural
puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los
que, a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia
».7 La fe, que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda
sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del
conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los
sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La
filosofía y las ciencias tienen su puesto en el orden de la razón natural,
mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje
de la salvación la « plenitud de gracia y de verdad » (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo
definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32).
10.
En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador,
han ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y
han expresado su naturaleza del modo siguiente: « En esta revelación, Dios
invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los
hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos
en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras
intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la
salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras
significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio.
La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha
revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación
».8
11.
La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la
encarnación de Jesucristo, tiene lugar en la « plenitud de los tiempos » (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de
aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que « en el
cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental ».9 En él
tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca
el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya
desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad
que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta,
pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una
vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras
elocuentes la Constitución Dei Verbum:
« Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por
los profetas. « Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo » (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la
Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres
y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn
1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, « hombre enviado a los hombres
», habla las palabras de Dios (Jn 3,
34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a
Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14,
9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y
milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del
Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación ».10
La
historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por
entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos
gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que « la Iglesia camina a través de los
siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente
las palabras de Dios ».11
12.
Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en
favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más
familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano,
sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La
encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que
la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido
imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios
asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no
puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se
abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente
válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al
Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que
el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5,
12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su
propia vida y sobre el destino de la historia: « Realmente, el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado », afirma la
Constitución Gaudium et spes.12
Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un
enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones
dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no
en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
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