CAPÍTULO II - CREDO UT
INTELLEGAM
« La sabiduría todo lo
sabe y entiende » (Sb 9,
11)
16.
La Sagrada Escritura nos presenta con sorprendente claridad el vínculo tan
profundo que hay entre el conocimiento de fe y el de la razón. Lo atestiguan
sobre todo los Libros sapienciales. Lo
que llama la atención en la lectura, hecha sin prejuicios, de estas páginas de
la Escritura, es el hecho de que en estos textos se contenga no solamente la fe
de Israel, sino también la riqueza de civilizaciones y culturas ya
desaparecidas. Casi por un designio particular, Egipto y Mesopotamia hacen oír
de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del antiguo Oriente
reviven en estas páginas ricas de intuiciones muy profundas.
No es
casual que, en el momento en el que el autor sagrado quiere describir al hombre
sabio, lo presente como el que ama y busca la verdad: « Feliz el hombre que se
ejercita en la sabiduría, y que en su inteligencia reflexiona, que medita sus
caminos en su corazón, y sus secretos considera. Sale en su busca como el que sigue
su rastro, y en sus caminos se pone al acecho. Se asoma a sus ventanas y a sus
puertas escucha. Acampa muy cerca de su casa y clava la clavija en sus muros.
Monta su tienda junto a ella, y se alberga en su albergue dichoso. Pone sus
hijos a su abrigo y bajo sus ramas se cobija. Por ella es protegido del calor y
en su gloria se alberga » (Si 14,
20-27).
Como se
puede ver, para el autor inspirado el deseo de conocer es una característica
común a todos los hombres. Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto
creyentes como no creyentes, la posibilidad de alcanzar el « agua profunda »
(cf. Pr 20, 5). Es verdad que en el
antiguo Israel el conocimiento del mundo y de sus fenómenos no se alcanzaba por
el camino de la abstracción, como para el filósofo jónico o el sabio egipcio.
Menos aún, el buen israelita concebía el conocimiento con los parámetros
propios de la época moderna, orientada principalmente a la división del saber.
Sin embargo, el mundo bíblico ha hecho desembocar en el gran mar de la teoría
del conocimiento su aportación original.
¿Cuál es
ésta? La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción
de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón
y el de la fe. El mundo y todo lo que sucede en él, como también la historia y
las diversas vicisitudes del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar
y juzgar con los medios propios de la razón, pero sin que la fe sea extraña en
este proceso. Ésta no interviene para menospreciar la autonomía de la razón o
para limitar su espacio de acción, sino sólo para hacer comprender al hombre
que el Dios de Israel se hace visible y actúa en estos acontecimientos. Así
mismo, conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es
posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos. La fe
agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse
de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia. Una expresión
del libro de los Proverbios es significativa a este respecto: « El corazón del
hombre medita su camino, pero es el Señor quien asegura sus pasos » (16, 9). Es
decir, el hombre con la luz de la razón sabe reconocer su camino, pero lo puede
recorrer de forma libre, sin obstáculos y hasta el final, si con ánimo sincero
fija su búsqueda en el horizonte de la fe. La razón y la fe, por tanto, no se
pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo
adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios.
17.
No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está
dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro
de los Proverbios nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: « Es
gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla » (25, 2).
Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una
relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la
plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión
de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza. Una
ulterior tesela a este mosaico es puesta por el Salmista cuando ora diciendo: «
Mas para mí, ¡qué arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué incontable su suma!
¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo!
» (139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo
que el corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su límite
insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que está más allá, porque intuye
que en ella está guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no
resuelta.
18.
Podemos decir, pues, que Israel con su reflexión ha sabido abrir a la razón el
camino hacia el misterio. En la revelación de Dios ha podido sondear en
profundidad lo que la razón pretendía alcanzar sin lograrlo. A partir de esta
forma de conocimiento más profunda, el pueblo elegido ha entendido que la razón
debe respetar algunas reglas de fondo para expresar mejor su propia naturaleza.
Una primera regla consiste en tener en cuenta el hecho de que el conocimiento
del hombre es un camino que no tiene descanso; la segunda nace de la conciencia
de que dicho camino no se puede recorrer con el orgullo de quien piense que
todo es fruto de una conquista personal; una tercera se funda en el « temor de
Dios », del cual la razón debe reconocer a la vez su trascendencia soberana y
su amor providente en el gobierno del mundo.
Cuando se
aleja de estas reglas, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por
encontrarse en la situación del « necio ». Para la Biblia, en esta necedad hay
una amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce
muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las
esenciales. Ello le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para
con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: « Dios no existe » (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad
definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad
plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino.
19.
El libro de la Sabiduría tiene algunos textos importantes que aportan más luz a
este tema. En ellos el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer también
por medio de la naturaleza. Para los antiguos el estudio de las ciencias
naturales coincidía en gran parte con el saber filosófico. Después de haber
afirmado que con su inteligencia el hombre está en condiciones « de conocer la
estructura del mundo y la actividad de los elementos [...], los ciclos del año
y la posición de las estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos
de las fieras » (Sb 7, 17.19-20), en
una palabra, que es capaz de filosofar, el texto sagrado da un paso más de gran
importancia. Recuperando el pensamiento de la filosofía griega, a la cual
parece referirse en este contexto, el autor afirma que, precisamente razonando
sobre la naturaleza, se puede llegar hasta el Creador: « de la grandeza y
hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor » (Sb 13, 5). Se reconoce así un primer
paso de la Revelación divina, constituido por el maravilloso « libro de la
naturaleza », con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la razón
humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre con su
inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto
a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento puesto por su
voluntad libre y su pecado.
20.
En esta perspectiva la razón es valorizada, pero no sobrevalorada. En efecto,
lo que ella alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno
solamente si su contenido se sitúa en un horizonte más amplio, que es el de la
fe: « Del Señor dependen los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre conocer su
camino? » (Pr 20, 24). Para el
Antiguo Testamento, pues, la fe libera la razón en cuanto le permite alcanzar
coherentemente su objeto de conocimiento y colocarlo en el orden supremo en el
cual todo adquiere sentido. En definitiva, el hombre con la razón alcanza la
verdad, porque iluminado por la fe descubre el sentido profundo de cada cosa y,
en particular, de la propia existencia. Por tanto, con razón, el autor sagrado
fundamenta el verdadero conocimiento precisamente en el temor de Dios: « El
temor del Señor es el principio de la sabiduría » (Pr 1, 7; cf. Si 1, 14).
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