« Adquiere
la sabiduría, adquiere la inteligencia » (Pr 4, 5)
21.
Para el Antiguo Testamento el conocimiento no se fundamenta solamente en una
observación atenta del hombre, del mundo y de la historia, sino que supone
también una indispensable relación con la fe y con los contenidos de la
Revelación. En esto consisten los desafíos que el pueblo elegido ha tenido que
afrontar y a los cuales ha dado respuesta. Reflexionando sobre esta condición,
el hombre bíblico ha descubierto que no puede comprenderse sino como « ser en
relación »: con sí mismo, con el pueblo, con el mundo y con Dios. Esta apertura
al misterio, que le viene de la Revelación, ha sido al final para él la fuente
de un verdadero conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el ámbito
de lo infinito, recibiendo así posibilidades de compresión hasta entonces
insospechadas.
Para el
autor sagrado el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de la dificultad que
supone enfrentarse con los límites de la razón. Ello se advierte, por ejemplo,
en las palabras con las que el Libro de los Proverbios denota el cansancio
debido a los intentos de comprender los misteriosos designios de Dios (cf. 30,
1.6). Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La fuerza
para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo
ha creado como un « explorador » (cf. Qo 1,
13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de
la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo que
es bello, bueno y verdadero.
22.
San Pablo, en el primer capítulo de su Carta a los Romanos nos ayuda a apreciar
mejor lo incisiva que es la reflexión de los Libros Sapienciales. Desarrollando
una argumentación filosófica con lenguaje popular, el Apóstol expresa una
profunda verdad: a través de la creación los « ojos de la mente » pueden llegar
a conocer a Dios. En efecto, mediante las criaturas Él hace que la razón intuya
su « potencia » y su « divinidad » (cf. Rm
1, 20). Así pues, se reconoce a la razón del hombre una capacidad que
parece superar casi sus mismos límites naturales: no sólo no está limitada al
conocimiento sensorial, desde el momento que puede reflexionar críticamente
sobre ello, sino que argumentando sobre los datos de los sentidos puede incluso
alcanzar la causa que da lugar a toda realidad sensible. Con terminología
filosófica podríamos decir que en este importante texto paulino se afirma la
capacidad metafísica del hombre.
Según el
Apóstol, en el proyecto originario de la creación, la razón tenía la capacidad
de superar fácilmente el dato sensible para alcanzar el origen mismo de todo:
el Creador. Debido a la desobediencia con la cual el hombre eligió situarse en
plena y absoluta autonomía respecto a Aquel que lo había creado, quedó mermada
esta facilidad de acceso a Dios creador.
El Libro
del Génesis describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra
que Dios lo puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el «
árbol de la ciencia del bien y del mal » (2, 17). El símbolo es claro: el hombre
no era capaz de discernir y decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era
malo, sino que debía apelarse a un principio superior. La ceguera del orgullo
hizo creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y que
podían prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia
originaria ellos involucraron a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la
razón heridas que a partir de entonces obstaculizarían el camino hacia la plena
verdad. La capacidad humana de conocer la verdad quedó ofuscada por la aversión
hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Apóstol sigue mostrando
cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron « vanos » y
los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-22). Los ojos de la mente no
eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la razón se ha quedado
prisionera de sí misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de
salvación que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de los cepos
en los que ella misma se había encadenado.
23. La relación del cristiano con la
filosofía, pues, requiere un discernimiento radical. En el Nuevo Testamento, especialmente en las
Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale con mucha claridad: la
contraposición entre « la sabiduría de este mundo » y la de Dios revelada en
Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros esquemas
habituales de reflexión, que no son capaces de expresarla de manera adecuada.
El comienzo
de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El
Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se
estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente
humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero
punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la
cruz. En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura
lógica humana está destinado al fracaso. « ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el
docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría
del mundo? » (1 Co 1, 20) se pregunta
con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible
la mera sabiduría del hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo
para acoger una novedad radical: « Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo
para confundir a los sabios [...]. lo plebeyo y despreciable del mundo ha
escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es » (1 Co 1, 27-28). La sabiduría del hombre
rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero san Pablo
no duda en afirmar: « pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte »
(2 Co 12, 10). El hombre no logra
comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha
elegido para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo
que la razón considera « locura » y « escándalo ». Hablando el lenguaje de los
filósofos contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la
paradoja que quiere expresar: « Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para
convertir en nada las cosas que son » (1
Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del amor
revelado en la Cruz de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje
más radical que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón
no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta
puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las
palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio
de verdad, y a la vez, de salvación.
La
sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera
imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es
portadora. ¡Qué desafío más grande se le presenta a nuestra razón y qué
provecho obtiene si no se rinde! La filosofía, que por sí misma es capaz de
reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la
fe puede abrirse a acoger en la « locura » de la Cruz la auténtica crítica de
los que creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su
sistema. La relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo
crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por
encima del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se
evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio
en el cual ambas pueden encontrarse.
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