CAPÍTULO III -
INTELLEGO UT CREDAM
Caminando en busca de
la verdad
24.
Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles que, en sus viajes
misioneros, Pablo llegó a Atenas. La ciudad de los filósofos estaba llena de
estatuas que representaban diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y
aprovechó enseguida la oportunidad para ofrecer una base común sobre la cual
iniciar el anuncio del kerigma: « Atenienses —dijo—, veo que vosotros sois, por
todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y
contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el
que estaba grabada esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues bien, lo que
adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar » (Hch 17, 22-23). A partir de este momento, san Pablo habla de Dios
como creador, como Aquél que transciende todas las cosas y que ha dado la vida
a todo. Continua después su discurso de este modo: « El creó, de un sólo
principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la
tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de
habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la
buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de
nosotros » (Hch 17, 26-27).
El Apóstol
pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más
profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo
recuerda con énfasis también la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a
orar por los que no creen, nos hace decir: « Dios todopoderoso y eterno, que
creaste a todos los hombres para que te busquen, y cuando te encuentren,
descansen en ti ».22 Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere,
puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse más allá de
lo contingente para ir hacia lo infinito.
De
diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar
este deseo íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la
arquitectura y cualquier otro fruto de su inteligencia creadora se convierten
en cauces a través de los cuales puede manifestar su afán de búsqueda. La
filosofía ha asumido de manera peculiar este movimiento y ha expresado, con sus
medios y según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del
hombre.
25.
« Todos los hombres desean saber » 23 y la verdad es el objeto propio
de este deseo. Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en
descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las
cosas. El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es
capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la
verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente
indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en
cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de
san Agustín cuando escribe: « He encontrado muchos que querían engañar, pero
ninguno que quisiera dejarse engañar ».24 Con razón se considera que
una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios
medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio
propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas
investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado
en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un
auténtico progreso de toda la humanidad.
No menos
importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo
en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con
el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona
actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende
a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. He reafirmado esta
convicción en la Encíclica Veritatis
splendor: « No existe moral sin libertad [...]. Si existe el derecho de ser
respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la
obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez
conocida ».25
Es, pues,
necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean
verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la
persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los
valores no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en
las dimensiones que lo transcienden. Ésta es una condición necesaria para que
cada uno llegue a ser sí mismo y crezca como persona adulta y madura.
26.
La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida? ¿hacia dónde se dirige? A primera vista,
la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido.
No es necesario recurrir a los filósofos del absurdo ni a las preguntas
provocadoras que se encuentran en el libro de Job para dudar del sentido de la
vida. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos
hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para
hacer ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta sobre el
sentido.26 A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente
cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos, es lo
inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato desconcertante se impone la
búsqueda de una respuesta exhaustiva. Cada uno quiere —y debe— conocer la
verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte será el término
definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le está
permitido esperar en una vida posterior o no. Es significativo que el
pensamiento filosófico haya recibido una orientación decisiva de la muerte de
Sócrates que lo ha marcado desde hace más de dos milenios. No es en absoluto
casual, pues, que los filósofos ante el hecho de la muerte se hayan planteado
de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de la
inmortalidad.
27.
Nadie, ni el filósofo ni el hombre corriente, puede substraerse a estas
preguntas. De la respuesta que se dé a las mismas depende una etapa decisiva de
la investigación: si es posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta.
De por sí, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta
como universal. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre. Además
de esta universalidad, sin embargo, el hombre busca un absoluto que sea capaz
de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea último y fundamento
de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor
supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias
posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para
todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la
propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza
no sometida ya a la duda.
Los
filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta
verdad, dando vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los
sistemas filosóficos, sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el
hombre busca dar forma a una propia « filosofía ». Se trata de convicciones o
experiencias personales, de tradiciones familiares o culturales o de
itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un
maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de
alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.
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