El drama de la separación entre fe y razón
45. Con la aparición de las primeras
universidades, la teología se confrontaba más directamente con otras formas de
investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo Tomás, aun
manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la filosofía, fueron los
primeros que reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía y las
ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de
investigación. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media la legítima distinción
entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación.
Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se
radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y
absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe. Entre las
consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón
misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y
agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar
cualquier referencia racional posible a la misma.
En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval
había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento
capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido de
hecho por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional
separado de la fe o alternativo a ella.
46.
Las radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en
la historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del
pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de
la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En el
siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen. Algunos representantes del
idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos,
incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras
dialécticas concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron
diferentes formas de humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que
presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena
racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando
la base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron en
sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad.
En el ámbito de la investigación científica se ha ido
imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha alejado de cualquier
referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha
olvidado toda relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto
es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el
peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de
su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades
inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del
mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza
y sobre el ser humano mismo.
Además, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha
cobrado entidad el nihilismo. Como
filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros
contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí
misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En
la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para
sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El
nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe
asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional.
47. Por otra parte, no debe olvidarse que
en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la filosofía. De sabiduría
y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas
parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la ha limitado a un
papel del todo marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido
afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el carácter marginal del saber
filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez de tender a la contemplación
de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están
orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como « razón instrumental » al
servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder.
Desde mi primera Encíclica he señalado el peligro de
absolutizar este camino, al afirmar: « El hombre actual parece estar siempre
amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus
manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su
voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy
pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de “alienación”, es decir,
son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos
parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven
contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él.
En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia
humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por
tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no
todos y no la mayor parte, sino algunos y precisamente los que contienen una
parte especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de
manera radical contra él mismo ».53
En la línea de estas transformaciones culturales, algunos
filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad por sí misma, han adoptado como
único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad práctica. De aquí
se desprende como consecuencia el ofuscamiento de la auténtica dignidad de la
razón, que ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto.
48. En este último período de la historia
de la filosofía se constata, pues, una progresiva separación entre la fe y la
razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente, incluso en la
reflexión filosófica de aquellos que han contribuido a aumentar la distancia
entre fe y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que,
profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a
descubrir el camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran,
por ejemplo, en los análisis profundos sobre la percepción y la experiencia, lo
imaginario y el inconsciente, la personalidad y la intersubjetividad, la
libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la muerte puede
llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo
el sentido auténtico de la propia existencia. Sin embargo, esto no quita que la
relación actual entre la fe y la razón exija un atento esfuerzo de
discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han empobrecido y
debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la
Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle
perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el
sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta
universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor
incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o
superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no
se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser.
No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva
para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces
de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía. A
la parresía de la fe debe
corresponder la audacia de la razón.
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