CAPÍTULO V - INTERVENCIONES DEL MAGISTERIO EN CUESTIONES FILOSÓFICAS
El discernimiento del Magisterio como diaconía de la verdad
49. La Iglesia no propone una filosofía
propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de
otras.54 El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la
filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus
métodos y sus reglas; de otro modo, no habría garantías de que permanezca
orientada hacia la verdad, tendiendo a ella con un procedimiento racionalmente
controlable. De poca ayuda sería una filosofía que no procediese a la luz de la
razón según sus propios principios y metodologías específicas. En el fondo, la
raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de que la
razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los
medios necesarios para alcanzarla. Una filosofía consciente de este « estatuto
constitutivo » suyo respeta necesariamente también las exigencias y las
evidencias propias de la verdad revelada.
La historia ha mostrado, sin embargo, las desviaciones y los
errores en los que no pocas veces ha incurrido el pensamiento filosófico, sobre
todo moderno. No es tarea ni competencia del Magisterio intervenir para colmar
las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto. Por el contrario, es un
deber suyo reaccionar de forma clara y firme cuando tesis filosóficas
discutibles amenazan la comprensión correcta del dato revelado y cuando se
difunden teorías falsas y parciales que siembran graves errores, confundiendo
la simplicidad y la pureza de la fe del pueblo de Dios.
50. El Magisterio eclesiástico puede y
debe, por tanto, ejercer con autoridad, a la luz de la fe, su propio
discernimiento crítico en relación con las filosofías y las afirmaciones que se
contraponen a la doctrina cristiana.55 Corresponde al Magisterio
indicar, ante todo, los presupuestos y conclusiones filosóficas que fueran
incompatibles con la verdad revelada, formulando así las exigencias que desde
el punto de vista de la fe se imponen a la filosofía. Además, en el desarrollo
del saber filosófico han surgido diversas escuelas de pensamiento. Este
pluralismo sitúa también al Magisterio ante la responsabilidad de expresar su
juicio sobre la compatibilidad o no de las concepciones de fondo sobre las que
estas escuelas se basan con las exigencias propias de la palabra de Dios y de
la reflexión teológica.
La Iglesia tiene el deber de indicar lo que en un sistema
filosófico puede ser incompatible con su fe. En efecto, muchos contenidos
filosóficos, como los temas de Dios, del hombre, de su libertad y su obrar
ético, la emplazan directamente porque afectan a la verdad revelada que ella
custodia. Cuando nosotros los Obispos ejercemos este discernimiento tenemos la
misión de ser « testigos de la verdad » en el cumplimiento de una diaconía
humilde pero tenaz, que todos los filósofos deberían apreciar, en favor de la recta ratio, o sea, de la razón que
reflexiona correctamente sobre la verdad.
51. Este discernimiento no debe entenderse
en primer término de forma negativa, como si la intención del Magisterio fuera
eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al contrario, sus intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular,
promover y animar el pensamiento filosófico. Por otra parte, los filósofos son
los primeros que comprenden la exigencia de la autocrítica, de la corrección de
posible errores y de la necesidad de superar los límites demasiado estrechos en
los que se enmarca su reflexión. Se debe considerar, de modo particular, que la
verdad es una, aunque sus expresiones lleven la impronta de la historia y, aún
más, sean obra de una razón humana herida y debilitada por el pecado. De
esto resulta que ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente
pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano,
del mundo y de la relación del hombre con Dios.
Hoy además, ante la pluralidad de sistemas, métodos,
conceptos y argumentos filosóficos, con frecuencia extremamente particularizados,
se impone con mayor urgencia un discernimiento crítico a la luz de la fe. Este
discernimiento no es fácil, porque si ya es difícil reconocer las capacidades
propias e inalienables de la razón con sus límites constitutivos e históricos,
más problemático aún puede resultar a veces discernir, en las propuestas
filosóficas concretas, lo que desde el punto de vista de la fe ofrecen como
válido y fecundo en comparación con lo que, en cambio, presentan como erróneo y
peligroso. De todos modos, la Iglesia sabe que « los tesoros de la sabiduría y
de la ciencia » están ocultos en Cristo (Col
2, 3); por esto interviene animando la reflexión filosófica, para que no se
cierre el camino que conduce al reconocimiento del misterio.
52. Las intervenciones del Magisterio de
la Iglesia para expresar su pensamiento en relación con determinadas doctrinas
filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste recordar, a lo largo de
los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que sostenían la
preexistencia de las almas,56 como también sobre las diversas formas de
idolatría y de esoterismo supersticioso contenidas en tesis astrológicas;
57 sin olvidar los textos más sistemáticos contra algunas tesis del
averroísmo latino, incompatibles con la fe cristiana.58
Si la palabra del Magisterio se ha hecho oír más
frecuentemente a partir de la mitad del siglo pasado ha sido porque en aquel
período muchos católicos sintieron el deber de contraponer una filosofía propia
a las diversas corrientes del pensamiento moderno. Por este motivo, el
Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar que estas filosofías no se
desviasen, a su vez, hacia formas erróneas y negativas. Fueron así censurados
al mismo tiempo, por una parte, el fideísmo
59 y el tradicionalismo radical,60
por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón; y por otra, el racionalismo 61 y el ontologismo,62 porque atribuían
a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de la fe. Los contenidos
positivos de este debate se formalizaron en la Constitución dogmática Dei Filius, con la que por primera vez
un Concilio ecuménico, el Vaticano I, intervenía solemnemente sobre las
relaciones entre la razón y la fe. La enseñanza contenida en este texto influyó
con fuerza y de forma positiva en la investigación filosófica de muchos
creyentes y es todavía hoy un punto de referencia normativo para una correcta y
coherente reflexión cristiana en este ámbito particular.
53. Las intervenciones del Magisterio se
han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas, como de la necesidad del
conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la inteligencia de la fe.
El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de forma solemne las
enseñanzas que de forma ordinaria y constante el Magisterio pontificio había
propuesto a los fieles, puso de relieve lo inseparables y al mismo tiempo
irreducibles que son el conocimiento natural de Dios y la Revelación, la razón
y la fe. El Concilio partía de la exigencia fundamental, presupuesta por la
Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios,
principio y fin de todas las cosas,63 y concluía con la afirmación
solemne ya citada: « Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por
su principio, sino también por su objeto ».64 Era pues necesario
afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios
de la fe y los hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia
de aquéllos respecto a éstos; por otra parte, frente a las tentaciones
fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por consiguiente
también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede y debe dar
al conocimiento de la fe: « Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin
embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón,
como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso
dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo
ni la verdad contradecir jamás a la verdad ».65
54. También en nuestro siglo el Magisterio
ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones llamando la atención contra la
tentación racionalista. En este marco se deben situar las intervenciones del
Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del modernismo se hallan
aserciones filosóficas de orientación fenoménica, agnóstica e
inmanentista.66 Tampoco se puede olvidar la importancia que tuvo el
rechazo católico de la filosofía marxista y del comunismo ateo.67
Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la
Encíclica Humani generis, llamó la
atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del
evolucionismo, del existencialismo y del historicismo. Precisaba que estas
tesis habían sido elaboradas y eran propuestas no por teólogos, sino que tenían
su origen « fuera del redil de Cristo »; 68 así mismo, añadía que estas
desviaciones debían ser no sólo rechazadas, sino además examinadas
críticamente: « Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes
incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las
almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones
que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las
conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de
antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos
sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la mente a
investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y
teológicas ».69
Por último, también la Congregación para la Doctrina de la
Fe, en cumplimiento de su específica tarea al servicio del magisterio universal
del Romano Pontífice,70 ha debido intervenir para señalar el peligro
que comporta asumir acríticamente, por parte de algunos teólogos de la
liberación, tesis y metodologías derivadas del marxismo.71
Así pues, en el pasado el Magisterio ha ejercido
repetidamente y bajo diversas modalidades el discernimiento en materia
filosófica. Todo lo que mis Venerados Predecesores han enseñado es una preciosa
contribución que no se puede olvidar.
55. Si consideramos nuestra situación
actual, vemos que vuelven los problemas del pasado, pero con nuevas
peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a personas o
grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente que llegan
a ser en cierto modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón que manifiestan
las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al
respecto, desde varios sectores se ha hablado del « final de la metafísica »:
se pretende que la filosofía se contente con objetivos más modestos, como la
simple interpretación del hecho o la mera investigación sobre determinados
campos del saber humano o sobre sus estructuras.
En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del
pasado. Por ejemplo, en algunas teologías contemporáneas se abre camino
nuevamente un cierto racionalismo,
sobre todo cuando se toman como norma para la investigación filosófica
afirmaciones consideradas filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente
cuando el teólogo, por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de
forma acrítica por afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la
cultura corriente, pero que no tienen suficiente base racional.72
Tampoco faltan rebrotes peligrosos de fideísmo, que no acepta la importancia del conocimiento racional y
de la reflexión filosófica para la inteligencia de la fe y, más aún, para la
posibilidad misma de creer en Dios. Una expresión de esta tendencia fideísta
difundida hoy es el « biblicismo », que tiende a hacer de la lectura de la
Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de referencia para la verdad.
Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente con la Sagrada
Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada
expresamente por el Concilio Ecuménico Vaticano II. La Constitución Dei Verbum, después de recordar que la
palabra de Dios está presente tanto en los textos sagrados como en la
Tradición,73 afirma claramente: « La Tradición y la Escritura
constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia.
Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores,
persevera siempre en la doctrina apostólica ».74 La Sagrada Escritura,
por tanto, no es solamente punto de referencia para la Iglesia. En efecto, la «
suprema norma de su fe » 75 proviene de la unidad que el Espíritu ha
puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia
en una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma
independiente.76
No hay que infravalorar, además, el peligro de la aplicación
de una sola metodología para llegar a la verdad de la Sagrada Escritura,
olvidando la necesidad de una exégesis más amplia que permita comprender, junto
con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican al
estudio de las Sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las
diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción
filosófica. Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de
aplicarla a los textos sagrados.
Otras formas latentes de fideísmo se pueden reconocer en la
escasa consideración que se da a la teología especulativa, como también en el
desprecio de la filosofía clásica, de cuyas nociones han extraído sus términos
tanto la inteligencia de la fe como las mismas formulaciones dogmáticas. El
Papa Pío XII, de venerada memoria, llamó la atención sobre este olvido de la
tradición filosófica y sobre el abandono de las terminologías
tradicionales.77
56. En definitiva, se nota una difundida
desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo por parte
de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la
adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es comprensible
que, en un mundo dividido en muchos campos de especialización, resulte difícil
reconocer el sentido total y último de la vida que la filosofía ha buscado
tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe que reconoce en Jesucristo
este sentido último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en
la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su
filosofar. La lección de la historia del milenio que estamos concluyendo
testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por
la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir
nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar
de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace
abogada convencida y convincente de la razón.
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