CAPÍTULO VI - INTERACCIÓN ENTRE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA
La ciencia de la fe y las
exigencias de la razón filosófica
64.
La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de
la tierra; y el hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en
cuanto elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra a la
luz de la fe, no puede prescindir de relacionarse con las filosofías elaboradas
de hecho a lo largo de la historia, tanto para algunos de sus procedimientos
como también para lograr sus tareas específicas. Sin querer indicar a
los teólogos metodologías particulares, cosa que no atañe al Magisterio, deseo
más bien recordar algunos cometidos propios de la teología, en las que el
recurso al pensamiento filosófico se impone por la naturaleza misma de la
Palabra revelada.
65. La teología se organiza como ciencia
de la fe a la luz de un doble principio metodológico: el auditus fidei y el intellectus
fidei. Con el primero, asume los contenidos de la Revelación tal y como han
sido explicitados progresivamente en la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura
y el Magisterio vivo de la Iglesia.88 Con el segundo, la teología
quiere responder a las exigencias propias del pensamiento mediante la reflexión
especulativa.
En cuanto a la preparación de un correcto auditus fidei, la filosofía ofrece a la
teología su peculiar aportación al tratar sobre la estructura del conocimiento
y de la comunicación personal y, en particular, sobre las diversas formas y
funciones del lenguaje. Igualmente es importante la aportación de la filosofía
para una comprensión más coherente de la Tradición eclesial, de los
pronunciamientos del Magisterio y de las sentencias de los grandes maestros de
la teología. En efecto, estos se expresan con frecuencia usando conceptos y
formas de pensamiento tomados de una determinada tradición filosófica. En este
caso, el teólogo debe no sólo exponer los conceptos y términos con los que la
Iglesia reflexiona y elabora su enseñanza, sino también conocer a fondo los
sistemas filosóficos que han influido eventualmente tanto en las nociones como
en la terminología, para llegar así a interpretaciones correctas y coherentes.
66. En relación con el intellectus fidei, se debe considerar
ante todo que la Verdad divina, « como se nos propone en las Escrituras
interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia »,89 goza de una
inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber
auténtico. El intellectus fidei explicita
esta verdad, no sólo asumiendo las estructuras lógicas y conceptuales de las
proposiciones en las que se articula la enseñanza de la Iglesia, sino también,
y primariamente, mostrando el significado de salvación que estas proposiciones
contienen para el individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de estas
proposiciones el creyente llega a conocer la historia de la salvación, que
culmina en la persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este misterio
participa con su asentimiento de fe.
Por su parte, la teología
dogmática debe ser capaz de articular el sentido universal del misterio de
Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma narrativa,
como sobre todo de forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo mediante
expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables
universalmente. En efecto, sin la aportación de la filosofía no se podrían
ilustrar contenidos teológicos como, por ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las
relaciones personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el
mundo, la relación entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo que es
verdadero Dios y verdadero hombre. Las mismas consideraciones valen para
diversos temas de la teología moral, donde es inmediato el recurso a conceptos
como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad personal, culpa, etc.,
que son definidos por la ética filosófica.
Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un
conocimiento natural, verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y
del hombre, que son también objeto de la revelación divina; más todavía, debe
ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual y argumentativa.
La teología dogmática especulativa, por tanto, presupone e implica una filosofía
del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad
objetiva.
67.
La teología fundamental, por su
carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar razón de la fe (cf. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de
justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica. Ya
el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cf. Rm 1, 19-20), había llamado la atención
sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente,
filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto necesario
para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la Revelación y su credibilidad,
junto con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar
cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón
ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido,
orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el cual encuentran su
fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de Dios, en la
posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el
reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para
hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda
experiencia humana. La razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la
existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede desembocar en
la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su
autonomía.90
Del mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la
íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada
mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad. Así, la fe
sabrá mostrar « plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la
verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón,
ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita
fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría
llegar por sí misma ».91
68. La teología
moral necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva
Alianza la vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en
la Antigua. La vida en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y
responsabilidad que van más allá de la Ley misma. El Evangelio y los escritos
apostólicos proponen tanto principios generales de conducta cristiana como
enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias
particulares de la vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de
emplear a fondo su conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras
palabras, esto significa que la teología moral debe acudir a una visión
filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad como de los
principios generales de una decisión ética.
69. Se puede tal vez objetar que en la
situación actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la ayuda de
otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las ciencias,
cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos. Algunos
sostienen, en sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe
y culturas, que la teología debería dirigirse preferentemente a las sabidurías
tradicionales, más que a una filosofía de origen griego y de carácter
eurocéntrico. Otros, partiendo de una concepción errónea del pluralismo de las
culturas, niegan simplemente el valor universal del patrimonio filosófico
asumido por la Iglesia.
Estas
observaciones, presentes ya en las enseñanzas conciliares,92 tienen una
parte de verdad. La referencia a las ciencias, útil en muchos casos porque
permite un conocimiento más completo del objeto de estudio, no debe sin embargo
hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica,
crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo
entre las culturas. Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual
y concreto, olvidando la tarea primaria de manifestar el carácter universal del
contenido de fe. Además, no hay que olvidar que la aportación peculiar del
pensamiento filosófico permite discernir, tanto en las diversas concepciones de
la vida como en las culturas, « no lo que piensan los hombres, sino cuál es la
verdad objetiva ».93 Sólo la verdad, y no las diferentes opiniones
humanas, puede servir de ayuda a la teología.
70. El tema de la relación con las
culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda ser exhaustiva,
debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de
encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha
vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio. El mandato de
Cristo a los discípulos de ir a todas partes « hasta los confines de la tierra
» (Hch, 1, 8) para transmitir la
verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto
la universalidad del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las
culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso ofrece
una valiosa ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva afrontó este
problema. Escribe el Apóstol: « Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que
en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de
Cristo. Porque él es nuestra paz: el
que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba » (2,
13-14).
A la luz de este
texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio en los
Gentiles cuando llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación
realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas. La
promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya
limitada a un pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida a
todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes
todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los
hijos de Dios. Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser « uno ».
Aquellos que eran « los alejados » se hicieron « los cercanos » gracias a la
novedad realizada por el misterio pascual. Jesús derriba los muros de la división
y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación
en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san
Pablo: « Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios » (Ef 2, 19).
En una expresión tan simple está descrita una gran verdad:
el encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una
realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo
humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo
universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de
acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que
sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia.94
Como además las culturas evocan los valores de las tradiciones antiguas, llevan
consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello menos real— la referencia
a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente hablando
de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha
relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del
tiempo humano. Se aprecian en
consecuencia transformaciones y progresos debidos a los encuentros entre los
hombres y a los intercambios recíprocos de sus modelos de vida. Las culturas se
alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y subsistencia proceden
de su capacidad de permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la
explicación de este dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella
depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la
cultura a la que pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo
que lo diferencia del resto de la creación: su constante apertura al misterio y
su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura lleva impresa y
deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la
cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina.
La forma en la que los cristianos viven la fe está también
impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a
modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada
por Él en la historia y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los siglos se
sigue produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los peregrinos
presentes en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a los Apóstoles se
preguntaban: « ¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues
¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos,
medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia,
Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros
romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en
nuestra lengua las maravillas de Dios » (Hch
2, 7-11). El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige
de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una
identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el
pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger
cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia
su plena explicitación en la verdad.
De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de
juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de
Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en
contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a
asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que
el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de
los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la
verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de
nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la
verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos.
72. El hecho de que la misión
evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no
significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el
Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta
ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos
cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas análogos
a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos.
Mi pensamiento se dirige espontáneamente a las tierras del
Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas. Entre
ellas, la India ocupa un lugar particular. Un gran movimiento espiritual lleva
el pensamiento indio a la búsqueda de una experiencia que, liberando el
espíritu de los condicionamientos del tiempo y del espacio, tenga valor
absoluto. En el dinamismo de esta búsqueda de liberación se sitúan grandes
sistemas metafísicos.
Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la
India, sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles con su fe de
modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de
discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra aetate, tendrán en cuenta varios
criterios. El primero es el de la
universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas
en las culturas más diversas. El segundo, derivado del primero, consiste
en que cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que
anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la
inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en
contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los
caminos del tiempo y de la historia. Este criterio, además, vale para la
Iglesia de cada época, también para la del mañana, que se sentirá enriquecida
por los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y
encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo
fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el
futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de
lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición
cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras
tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.
Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el
patrimonio de las grandes culturas de la China, el Japón y de los demás países
de Asia, así como para las riquezas de las culturas tradicionales de África,
transmitidas sobre todo por vía oral.
73. A la luz de estas consideraciones, la
relación que ha de instaurarse oportunamente entre la teología y la filosofía
debe estar marcada por la circularidad. Para la teología, el punto de partida y
la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia,
mientras que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de ésta,
profundizada progresivamente a través de las generaciones. Por otra parte, ya
que la palabra de Dios es Verdad (cf. Jn 17,
17), favorecerá su mejor comprensión la búsqueda humana de la verdad, o sea el
filosofar, desarrollado en el respeto de sus propias leyes. No se trata
simplemente de utilizar, en la reflexión teológica, uno u otro concepto o
aspecto de un sistema filosófico, sino que es decisivo que la razón del creyente
emplee sus capacidades de reflexión en la búsqueda de la verdad dentro de un
proceso en el que, partiendo de la palabra de Dios, se esfuerza por alcanzar su
mejor comprensión. Es claro además que, moviéndose entre estos dos polos —la
palabra de Dios y su mejor conocimiento—, la razón está como alertada, y en
cierto modo guiada, para evitar caminos que la podrían conducir fuera de la
Verdad revelada y, en definitiva, fuera de la verdad pura y simple; más aún, es
animada a explorar vías que por sí sola no habría siquiera sospechado poder
recorrer. De esta relación de circularidad con la palabra de Dios la filosofía
sale enriquecida, porque la razón descubre nuevos e inesperados horizontes.
74. La fecundidad de semejante relación se
confirma con las vicisitudes personales de grandes teólogos cristianos que
destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan alto valor
especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros de la filosofía
antigua. Esto vale tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es
preciso citar al menos los nombres de san Gregorio Nacianceno y san Agustín,
como para los Doctores medievales, entre los cuales destaca la gran tríada de
san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda relación
entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda
realizada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por
lo que se refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry
Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por
lo que atañe al oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov,
Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij. Obviamente, al
referirnos a estos autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres,
no trato de avalar ningún aspecto de su pensamiento, sino sólo proponer
ejemplos significativos de un camino de búsqueda filosófica que ha obtenido
considerables beneficios de la confrontación con los datos de la fe. Una cosa
es cierta: prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros ayudará,
sin duda alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y en la aplicación de
los resultados alcanzados al servicio del hombre. Es de esperar que esta gran
tradición filosófico-teológica encuentre hoy y en el futuro continuadores y
cultivadores para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
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