I. RASGOS
CARACTERISTICOS DE LA RERUM NOVARUM
4.
A finales del siglo pasado la Iglesia se encontró ante un proceso histórico,
presente ya desde hacía tiempo, pero que alcanzaba entonces su punto álgido.
Factor determinante de tal proceso lo constituyó un conjunto de cambios
radicales ocurridos en el campo político, económico y social, e incluso en el
ámbito científico y técnico, aparte el múltiple influjo de las ideologías
dominantes. Resultado de todos estos cambios había sido, en el campo político,
una nueva concepción de la sociedad, del
Estado y, como consecuencia, de la
autoridad. Una sociedad tradicional se iba extinguiendo, mientras comenzaba
a formarse otra cargada con la esperanza de nuevas libertades, pero al mismo
tiempo con los peligros de nuevas formas de injusticia y de esclavitud.
En el campo
económico, donde confluían los descubrimientos científicos y sus aplicaciones,
se había llegado progresivamente a nuevas estructuras en la producción de
bienes de consumo. Había aparecido una nueva
forma de propiedad, el capital, y una nueva
forma de trabajo, el trabajo asalariado, caracterizado por gravosos ritmos
de producción, sin la debida consideración para con el sexo, la edad o la
situación familiar, y determinado únicamente por la eficiencia con vistas al
incremento de los beneficios.
El trabajo
se convertía de este modo en mercancía, que podía comprarse y venderse
libremente en el mercado y cuyo precio era regulado por la ley de la oferta y
la demanda, sin tener en cuenta el mínimo vital necesario para el sustento de
la persona y de su familia. Además, el trabajador ni siquiera tenía la
seguridad de llegar a vender la «propia mercancía», al estar continuamente
amenazado por el desempleo, el cual, a falta de previsión social, significaba
el espectro de la muerte por hambre.
Consecuencia
de esta transformación era «la división de la sociedad en dos clases separadas
por un abismo profundo»6. Tal situación se entrelazaba con el acentuado
cambio político. Y así, la teoría política entonces dominante trataba de
promover la total libertad económica con leyes adecuadas o, al contrario, con
una deliberada ausencia de cualquier clase de intervención. Al mismo tiempo
comenzaba a surgir de forma organizada, no pocas veces violenta, otra
concepción de la propiedad y de la vida económica que implicaba una nueva
organización política y social.
En el
momento culminante de esta contraposición, cuando ya se veía claramente la
gravísima injusticia de la realidad social, que se daba en muchas partes, y el
peligro de una revolución favorecida por las concepciones llamadas entonces
«socialistas», León XIII intervino con un documento que afrontaba de manera
orgánica la «cuestión obrera». A esta
encíclica habían precedido otras dedicadas preferentemente a enseñanzas de
carácter político; más adelante irían apareciendo otras7. En este
contexto hay que recordar en particular la encíclica Libertas praestantissimum, en la que se ponía de relieve la
relación intrínseca de la libertad humana con la verdad, de manera que una
libertad que rechazara vincularse con la verdad caería en el arbitrio y
acabaría por someterse a las pasiones más viles y destruirse a sí misma. En
efecto, ¿de dónde derivan todos los males frente a los cuales quiere reaccionar
la Rerum novarum, sino de una
libertad que, en la esfera de la actividad económica y social, se separa de la
verdad del hombre?
El
Pontífice se inspiraba, además, en las enseñanzas de sus predecesores, en
muchos documentos episcopales, en estudios científicos promovidos por seglares,
en la acción de movimientos y asociaciones católicas, así como en las
realizaciones concretas en campo social, que caracterizaron la vida de la
Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX.
5.
Las «cosas nuevas», que el Papa tenía ante sí, no eran ni mucho menos positivas
todas ellas. Al contrario, el primer párrafo de la encíclica describe las
«cosas nuevas», que le han dado el nombre, con duras palabras: «Despertada el ansia de novedades que desde hace ya
tiempo agita a los pueblos, era de esperar que las ganas de cambiarlo todo llegara un día a pasarse del campo de
la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los
adelantos de la industria y de las profesiones, que caminan por nuevos
derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y
obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la
inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más
estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han
determinado el planteamiento del conflicto»
8.
El Papa, y
con él la Iglesia, lo mismo que la sociedad civil, se encontraban ante una
sociedad dividida por un conflicto, tanto más duro e inhumano en cuanto que no
conocía reglas ni normas. Se trataba del
conflicto entre el capital y el trabajo, o —como lo llamaba la encíclica—
la cuestión obrera, sobre la cual precisamente, y en los términos críticos en
que entonces se planteaba, no dudó en hablar el Papa.
Nos
hallamos aquí ante la primera reflexión, que la encíclica nos sugiere hoy. Ante
un conflicto que contraponía, como si fueran «lobos», un hombre a otro hombre,
incluso en el plano de la subsistencia física de unos y la opulencia de otros,
el Papa sintió el deber de intervenir en virtud de su «ministerio apostólico»
9, esto es, de la misión recibida de Jesucristo mismo de «apacentar los
corderos y las ovejas» (cf. Jn 21,
15-17) y de «atar y desatar» en la tierra por el Reino de los cielos (cf. Mt 16, 19). Su intención era ciertamente
la de restablecer la paz, razón por la cual el lector contemporáneo no puede
menos de advertir la severa condena de la lucha de clases, que el Papa
pronunciaba sin ambages 10. Pero era consciente de que la paz se edifica sobre el fundamento de la
justicia: contenido esencial de la encíclica fue precisamente proclamar las
condiciones fundamentales de la justicia en la coyuntura económica y social de
entonces 11.
De esta
manera León XIII, siguiendo las huellas de sus predecesores, establecía un
paradigma permanente para la Iglesia. Ésta, en efecto, hace oír su voz ante
determinadas situaciones humanas, individuales y comunitarias, nacionales e
internacionales, para las cuales formula una verdadera doctrina, un corpus, que le permite analizar las
realidades sociales, pronunciarse sobre ellas y dar orientaciones para la justa
solución de los problemas derivados de las mismas.
En tiempos
de León XIII semejante concepción del derecho-deber de la Iglesia estaba muy
lejos de ser admitido comúnmente. En efecto, prevalecía una doble tendencia:
una, orientada hacia este mundo y esta vida, a la que debía permanecer extraña
la fe; la otra, dirigida hacia una salvación puramente ultraterrena, pero que
no iluminaba ni orientaba su presencia en la tierra. La actitud del Papa al
publicar la Rerum novarum confiere a
la Iglesia una especie de «carta de ciudadanía» respecto a las realidades
cambiantes de la vida pública, y esto se corroboraría aún más posteriormente.
En efecto, para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su
misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano, ya que esta
doctrina expone sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra
incluso el trabajo cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio a
Cristo Salvador. Asimismo viene a ser una fuente de unidad y de paz frente a
los conflictos que surgen inevitablemente en el sector socioeconómico. De esta
manera se pueden vivir las nuevas situaciones, sin degradar la dignidad
trascendente de la persona humana ni en sí mismos ni en los adversarios, y
orientarlas hacia una recta solución.
La validez
de esta orientación, a cien años de distancia, me ofrece la oportunidad de
contribuir al desarrollo de la «doctrina social cristiana». La «nueva
evangelización», de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad y sobre la
cual he insistido en más de una ocasión, debe incluir entre sus elementos
esenciales el anuncio de la doctrina
social de la Iglesia, que, como en tiempos de León XIII, sigue siendo
idónea para indicar el recto camino a la hora de dar respuesta a los grandes
desafíos de la edad contemporánea, mientras crece el descrédito de las
ideologías. Como entonces, hay que
repetir que no existe verdadera solución para la «cuestión social» fuera del
Evangelio y que, por otra parte, las «cosas nuevas» pueden hallar en él su
propio espacio de verdad y el debido planteamiento moral.
6.
Con el propósito de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y
trabajo, León XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. De
ahí que la clave de lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como
«la actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a
su conservación»12. El Pontífice califica el trabajo como «personal»,
ya que «la fuerza activa es inherente a la persona y totalmente propia de quien
la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido dada»13. El trabajo
pertenece, por tanto, a la vocación de toda persona; es más, el hombre se
expresa y se realiza mediante su actividad laboral. Al mismo tiempo, el trabajo
tiene una dimensión social, por su íntima relación bien sea con la familia,
bien sea con el bien común, «porque se puede afirmar con verdad que el trabajo
de los obreros es el que produce la riqueza de los Estados»14. Todo
esto ha quedado recogido y desarrollado en mi encíclica Laborem exercens 15.
Otro
principio importante es sin duda el del derecho a la «propiedad privada»16.
El espacio que la encíclica le dedica revela ya la importancia que se le
atribuye. El Papa es consciente de que la propiedad privada no es un valor
absoluto, por lo cual no deja de proclamar los principios que necesariamente lo
complementan, como el del destino
universal de los bienes de la tierra 17.
Por otra
parte, no cabe duda de que el tipo de propiedad privada que León XIII considera
principalmente, es el de la propiedad de la tierra18. Sin embargo, esto
no quita que todavía hoy conserven su valor las razones aducidas para tutelar
la propiedad privada, esto es, para afirmar el derecho a poseer lo necesario
para el desarrollo personal y el de la propia familia, sea cual sea la forma
concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay que seguir sosteniéndolo hoy
día, tanto frente a los cambios de los que somos testigos, acaecidos en los
sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de los medios de producción,
como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o, más exactamente, a los
obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas partes del mundo,
incluidas aquellas donde predominan los sistemas que consideran como punto de
apoyo la afirmación del derecho a la propiedad privada. Como consecuencia de
estos cambios y de la persistente pobreza, se hace necesario un análisis más
profundo del problema, como se verá más adelante.
7.
En estrecha relación con el derecho de propiedad, la encíclica de León XIII
afirma también otros derechos, como
propios e inalienables de la persona humana. Entre éstos destaca, dado el
espacio que el Papa le dedica y la importancia que le atribuye, el «derecho
natural del hombre» a formar asociaciones privadas; lo cual significa ante todo
el derecho a crear asociaciones
profesionales de empresarios y obreros, o de obreros solamente 19.
Ésta es la razón por la cual la Iglesia defiende y aprueba la creación de los
llamados sindicatos, no ciertamente por prejuicios ideológicos, ni tampoco por
ceder a una mentalidad de clase, sino porque se trata precisamente de un
«derecho natural» del ser humano y, por consiguiente, anterior a su integración
en la sociedad política. En efecto, «el Estado no puede prohibir su formación»,
porque «el Estado debe tutelar los derechos naturales, no destruirlos.
Prohibiendo tales asociaciones, se contradiría a sí mismo»20.
Junto con
este derecho, que el Papa —es obligado subrayarlo— reconoce explícitamente a
los obreros o, según su vocabulario, a los «proletarios», se afirma con igual
claridad el derecho a la «limitación de las horas de trabajo», al legítimo
descanso y a un trato diverso a los niños y a las mujeres 21 en lo
relativo al tipo de trabajo y a la duración del mismo.
Si se tiene
presente lo que dice la historia a propósito de los procedimientos consentidos,
o al menos no excluidos legalmente, en orden a la contratación sin garantía
alguna en lo referente a las horas de trabajo, ni a las condiciones higiénicas
del ambiente, más aún, sin reparo para con la edad y el sexo de los candidatos
al empleo, se comprende muy bien la severa afirmación del Papa: «No es justo ni
humano exigir al hombre tanto trabajo que termine por embotarse su mente y
debilitarse su cuerpo». Y con mayor precisión, refiriéndose al contrato,
entendido en el sentido de hacer entrar en vigor tales «relaciones de trabajo»,
afirma: «En toda convención estipulada entre patronos y obreros, va incluida
siempre la condición expresa o tácita» de que se provea convenientemente al
descanso, en proporción con la «cantidad de energías consumidas en el trabajo».
Y después concluye: «un pacto contrario sería inmoral»22.
8.
A continuación el Papa enuncia otro
derecho del obrero como persona. Se trata del derecho al «salario justo»,
que no puede dejarse «al libre acuerdo entre las partes, ya que, según eso,
pagado el salario convenido, parece como si el patrono hubiera cumplido ya con
su deber y no debiera nada más»23. El Estado, se decía entonces, no
tiene poder para intervenir en la determinación de estos contratos, sino para
asegurar el cumplimiento de cuanto se ha pactado explícitamente. Semejante
concepción de las relaciones entre patronos y obreros, puramente pragmática e
inspirada en un riguroso individualismo, es criticada severamente en la encíclica
como contraria a la doble naturaleza del trabajo, en cuanto factor personal y
necesario. Si el trabajo, en cuanto es
personal, pertenece a la disponibilidad que cada uno posee de las propias
facultades y energías, en cuanto es
necesario está regulado por la grave obligación que tiene cada uno de
«conservar su vida»; de ahí «la necesaria consecuencia —concluye el Papa— del
derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, cosa que para la gente
pobre se reduce al salario ganado con su propio trabajo»24.
El salario
debe ser, pues, suficiente para el sustento del obrero y de su familia. Si el
trabajador, «obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor,
acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque se la imponen el
patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia, contra la
cual clama la justicia»25.
Ojalá que
estas palabras, escritas cuando avanzaba el llamado «capitalismo salvaje», no
deban repetirse hoy día con la misma severidad. Por desgracia, hoy todavía se
dan casos de contratos entre patronos y obreros, en los que se ignora la más
elemental justicia en materia de trabajo de los menores o de las mujeres, de
horarios de trabajo, estado higiénico de los locales y legítima retribución. Y
esto a pesar de las Declaraciones y
Convenciones internacionales al respecto 26 y no obstante las leyes internas de los Estados. El Papa
atribuía a la «autoridad pública» el «deber estricto» de prestar la debida
atención al bienestar de los trabajadores, porque lo contrario sería ofender a
la justicia; es más, no dudaba en hablar de «justicia distributiva»27.
9.
Refiriéndose siempre a la condición obrera, a estos derechos León XIII añade otro, que considero necesario recordar
por su importancia: el derecho a cumplir libremente los propios deberes
religiosos. El Papa lo proclama en el contexto de los demás derechos y deberes
de los obreros, no obstante el clima general que, incluso en su tiempo,
consideraba ciertas cuestiones como pertinentes exclusivamente a la esfera
privada. Él ratifica la necesidad del descanso festivo, para que el hombre
eleve su pensamiento hacia los bienes de arriba y rinda el culto debido a la
majestad divina 28. De este derecho, basado en un mandamiento, nadie
puede privar al hombre: «a nadie es lícito violar impunemente la dignidad del
hombre, de quien Dios mismo dispone con gran respeto». En consecuencia, el
Estado debe asegurar al obrero el ejercicio de esta libertad 29.
No se equivocaría
quien viese en esta nítida afirmación el germen del principio del derecho a la
libertad religiosa, que posteriormente ha sido objeto de muchas y solemnes Declaraciones y Convenciones internacionales 30, así como de la conocida Declaración conciliar y de mis
constantes enseñanzas31. A este respecto hemos de preguntarnos si los
ordenamientos legales vigentes y la praxis de las sociedades industrializadas
aseguran hoy efectivamente el cumplimiento de este derecho elemental al descanso
festivo.
10.
Otra nota importante, rica de enseñanzas para nuestros días, es la concepción
de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos. La Rerum novarum critica los dos sistemas sociales y económicos: el
socialismo y el liberalismo. Al primero está dedicada la parte inicial, en la
cual se reafirma el derecho a la propiedad privada; al segundo no se le dedica
una sección especial, sino que —y esto merece mucha atención— se le reservan
críticas, a la hora de afrontar el tema de los deberes del Estado 32,
el cual no puede limitarse a «favorecer a una parte de los ciudadanos», esto
es, a la rica y próspera, y «descuidar a la otra», que representa
indudablemente la gran mayoría del cuerpo social; de lo contrario se viola la justicia,
que manda dar a cada uno lo suyo. Sin embargo, «en la tutela de estos derechos
de los individuos, se debe tener especial consideración para con los débiles y
pobres. La clase rica, poderosa ya de por sí, tiene menos necesidad de ser
protegida por los poderes públicos; en cambio, la clase proletaria, al carecer
de un propio apoyo tiene necesidad específica de buscarlo en la protección del
Estado. Por tanto es a los obreros, en su mayoría débiles y necesitados, a
quienes el Estado debe dirigir sus preferencias y sus cuidados»33.
Todos estos
pasos conservan hoy su validez, sobre todo frente a las nuevas formas de
pobreza existentes en el mundo; y además porque tales afirmaciones no dependen
de una determinada concepción del Estado, ni de una particular teoría política.
El Papa insiste sobre un principio elemental de sana organización política, a
saber, que los individuos, cuanto más indefensos están en una sociedad, tanto
más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en particular, la intervención
de la autoridad pública.
De esta
manera el principio que hoy llamamos de solidaridad y cuya validez, ya sea en
el orden interno de cada nación, ya sea en el orden internacional, he recordado
en la Sollicitudo rei socialis 34, se demuestra como uno de los
principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y
política. León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de «amistad», que
encontramos ya en la filosofía griega; por Pío XI es designado con la expresión
no menos significativa de «caridad social», mientras que Pablo VI, ampliando el
concepto, de conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la
cuestión social, hablaba de «civilización del amor»35.
11.
La relectura de aquella encíclica, a la luz de las realidades contemporáneas,
nos permite apreciar la constante
preocupación y dedicación de la Iglesia por aquellas personas que son
objeto de predilección por parte de Jesús, nuestro Señor. El contenido del
texto es un testimonio excelente de la continuidad, dentro de la Iglesia, de lo
que ahora se llama «opción preferencial por los pobres»; opción que en la Sollicitudo rei socialis es definida
como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad
cristiana»36. La encíclica sobre la «cuestión obrera» es, pues, una
encíclica sobre los pobres y sobre la terrible condición a la que el nuevo y
con frecuencia violento proceso de industrialización había reducido a grandes
multitudes. También hoy, en gran parte del mundo, semejantes procesos de
transformación económica, social y política originan los mismos males.
Si León
XIII se apela al Estado para poner un remedio justo a la condición de los
pobres, lo hace también porque reconoce oportunamente que el Estado tiene la
incumbencia de velar por el bien común y cuidar que todas las esferas de la
vida social, sin excluir la económica, contribuyan a promoverlo, naturalmente
dentro del respeto debido a la justa autonomía de cada una de ellas. Esto, sin
embargo, no autoriza a pensar que según el Papa toda solución de la cuestión
social deba provenir del Estado. Al contrario, él insiste varias veces sobre
los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter
instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él
y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y de éstas, y no
para sofocarlos 37.
A nadie se
le escapa la actualidad de estas reflexiones. Sobre el tema tan importante de
las limitaciones inherentes a la naturaleza del Estado, convendrá volver más
adelante. Mientras tanto, los puntos subrayados —ciertamente no los únicos de
la encíclica— están en la línea de continuidad con el magisterio social de la
Iglesia y a la luz de una sana concepción de la propiedad privada, del trabajo,
del proceso económico de la realidad del Estado y, sobre todo, del hombre
mismo. Otros temas serán mencionados más adelante, al examinar algunos aspectos
de la realidad contemporánea. Pero hay que tener presente desde ahora que lo
que constituye la trama y en cierto modo la guía de la encíclica y, en verdad,
de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único,
porque «el hombre... en la tierra es la sola criatura que Dios ha querido por
sí misma»38. En él ha impreso su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad
incomparable, sobre la que insiste repetidamente la encíclica. En efecto,
aparte de los derechos que el hombre adquiere con su propio trabajo, hay otros
derechos que no proceden de ninguna obra realizada por él, sino de su dignidad
esencial de persona.
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