7. Una amenaza al
justo orden de los valores
Precisamente
estas afirmaciones básicas sobre el trabajo han surgido siempre de la riqueza
de la verdad cristiana, especialmente del mensaje mismo del «Evangelio del
trabajo», creando el fundamento del nuevo modo humano de pensar, de valorar y
de actuar. En la época moderna, desde el comienzo de la era industrial, la verdad
cristiana sobre el trabajo debía contraponerse a las diversas corrientes del
pensamiento materialista y
«economicista».
Para
algunos fautores de tales ideas, el trabajo se entendía y se trataba como una especie
de «mercancía», que el trabajador —especialmente el obrero de la industria—
vende al empresario, que es a la vez poseedor del capital, o sea del conjunto
de los instrumentos de trabajo y de los medios que hacen posible la producción.
Este modo de entender el trabajo se difundió, de modo particular, en la primera
mitad del siglo XIX. A continuación, las formulaciones explícitas de este tipo
casi han ido desapareciendo, cediendo a un modo más humano de pensar y valorar
el trabajo. La interacción entre el hombre del trabajo y el conjunto de los
instrumentos y de los medios de producción ha dado lugar al desarrollo de
diversas formas de capitalismo —paralelamente a diversas formas de
colectivismo— en las que se han insertado otros elementos socio-económicos como
consecuencia de nuevas circunstancias concretas, de la acción de las
asociaciones de lostrabajadores y de los poderes públicos, así como de la
entrada en acción de grandes empresas transnacionales. A pesar de todo, el peligro de considerar el trabajo como
una «mercancia sui generis», o como una anónima «fuerza» necesaria para la
producción (se habla incluso de «fuerza-trabajo»), existe siempre, especialmente cuando toda la visual de la
problemática económica esté caracterizada por las premisas del economismo
materialista.
Una ocasión
sistemática y, en cierto sentido, hasta un estímulo para este modo de pensar y
valorar está constituido por el acelerado proceso de desarrollo de la
civilización unilateralmente materialista, en la que se da importancia
primordial a la dimensión objetiva del trabajo, mientras la subjetiva —todo lo
que se refiere indirecta o directamente al mismo sujeto del trabajo— permanece
a un nivel secundario. En todos los casos de este género, en cada situación
social de este tipo se da una confusión, e incluso una inversión del orden
establecido desde el comienzo con las palabras del libro del Génesis: el hombre es considerado como un instrumento
de producción,12 mientras él, —él solo, independientemente del
trabajo que realiza— debería ser tratado como sujeto eficiente y su verdadero
artífice y creador. Precisamente tal inversión de orden, prescindiendo del
programa y de la denominación según la cual se realiza, merecería el nombre de
«capitalismo» en el sentido indicado más adelante con mayor amplitud. Se sabe
que el capitalismo tiene su preciso significado histórico como sistema, y
sistema económico-social, en contraposición al «socialismo» o «comunismo».
Pero, a la luz del análisis de la realidad fundamental del entero proceso
económico y, ante todo, de la estructura de producción —como es precisamente el
trabajo— conviene reconocer que el error del capitalismo primitivo puede
repetirse dondequiera que el hombre sea tratado de alguna manera a la par de
todo el complejo de los medios materiales de producción, como un instrumento y
no según la verdadera dignidad de su trabajo, o sea como sujeto y autor, y, por
consiguiente, como verdadero fin de todo el proceso productivo.
Se
comprende así cómo el análisis del trabajo humano hecho a la luz de aquellas
palabras, que se refieren al «dominio» del hombre sobre la tierra, penetra
hasta el centro mismo de la problemática ético-social. Esta concepción debería
también encontrar un puesto central en
toda la esfera de la política social y económica, tanto en el ámbito de
cada uno de los países, como en el más amplio de las relaciones internacionales
e intercontinentales, con particular referencia a las tensiones, que se
delinean en el mundo no sólo en el eje Oriente-Occidente, sino también en el
del Norte-Sur. Tanto el Papa Juan XXIII en la Encíclica Mater et Magistra como Pablo VI en la Populorum Progressio han dirigido una decidida atención a estas
dimensiones de la problemática ético-social contemporánea.
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